domingo, abril 28, 2024
ColaboraciónColumnaOpinión

Luces y sombras: El Día del Maestro, íntimamente ligado a la Universidad de Sonora

Facebooktwitterredditpinterestlinkedinmail

Por: Armando Zamora
Armando ZamoraEn la obra “Nuestros Rectores” (edición conmemorativa del 61 aniversario de la Universidad de Sonora), de Guadalupe Aldaco Encinas, se señala que el profesor Aureliano Esquivel Casas nació en el estado de Coahuila en 1890. Estudió la primaria en su pueblo natal y la secundaria en la Escuela Normal Nacional. Se recibió de maestro normalista en el año de 1913. Fue alumno muy apreciado del maestro tamaulipeco Andrés Osuna (gobernador provisional de Tamaulipas en 1918), por cuya recomendación entró a laborar a la Secretaría de Educación Pública en el área de Enseñanza Superior.

En 1917, el profesor Esquivel Casas ostentaba el cargo de director de Internados de la Secretaría de Educación Pública, y fue él quien sugirió la fecha del 15 de mayo para conmemorar en México el Día del Maestro, en una “intención de reivindicación y de liberación” al hacerla coincidir con el aniversario de la toma de Querétaro (1867), que marcó el fin del Imperio de Maximiliano.

Los diputados Benito Ramírez García y Enrique Viesca Lobatón recogieron la propuesta del profesor Aureliano Esquivel y la presentaron al Congreso de la Unión, y el 27 de diciembre de 1917 fue establecido el Día del Maestro por decreto del presidente Venustiano Carranza. Así nació la celebración en nuestro país.

Años después, en 1940, Aureliano Esquivel Casas se trasladó al estado de Sonora como inspector de Centro Federales, y el 15 de septiembre de 1942, el Comité Administrativo de la Universidad de Sonora (CAUS) lo designó director de las escuelas Secundaria, Normal y Preparatoria, y organizador técnico de la Universidad de Sonora.

Se le había contratado anteriormente por un periodo de tres meses, pero a partir de esa fecha se le contrató con ese rango por tiempo indeterminado. Algunas veces firmó como rector en funciones, pero en 1944, el CAUS dispuso que se suprimiera el término “Rectoría” del proyecto de presupuesto de la institución y que en su lugar apareciera el de la “Dirección de las Escuelas Universitarias y Organización Técnica de las mismas”.

Sobre la misión de la naciente Casa de Estudios, el profesor Aureliano Esquivel dijo: “La Universidad de Sonora será una escuela de orden, de trabajo y de estudio. El maestro vendrá a desempeñar sus funciones con el mismo recogimiento del sacerdote. Se mantendrá un ambiente claro de espiritualidad y los trabajos de los maestros se desarrollarán con fe, cariño, entusiasmo e interés. Los alumnos gozarán de todas las libertades que quieran pero con un sentimiento profundo de responsabilidad ante sí mismos, ante las familias, ante la sociedad y ante la patria, para que tengan siempre un correcto concepto de la enorme diferencia que existe entre la libertad y el libertinaje”.

En sus exhortaciones insistía en que en Sonora se aceptara la idea de que el progreso científico, cultural y económico dependía de “los hijos de Sonora”, de su “voluntad de hacer las cosas”. De formación socialista, Esquivel Casas propuso dos proyectos al CAUS, que no fueron aceptados: la formación de una escuela nocturna para obreros, en donde se les capacitaría para el trabajo en las fábricas y talleres, y la creación de la Universidad Socialista del Noroeste.

El profesor Aureliano Esquivel Casas dejó de asumir su cargo en la Universidad de Sonora el 18 de agosto de 1944, y a principios de septiembre de 1955 se suicidó en la Ciudad de México.

Recién pasó el Día del Maestro. Dicen todas las voces, con profundo agradecimiento, que el maestro es la piedra fundamental del desarrollo integral de la sociedad, y no podría ser de otra manera, pues la educación, para referirnos en términos metafóricos, bien pudiera ser el punto de apoyo que buscaba Arquímedes para mover el mundo.

“Un pueblo —según las palabras del pensador argentino Domingo Faustino Sarmiento— debe ser educado, porque de ello depende que pueda ser un pueblo libre”. Y en ese proceso social juegan un papel importante los maestros.

La sola palabra maestro implica una relación personal con el discípulo. Así, al nombrar al maestro, tácitamente se está señalando al alumno y, además, se está haciendo referencia a esa tarea extraordinaria que es educar, y que va más allá de lo meramente ilustrativo.

Es cierto que educar es informar, pero también es formar, moldear una personalidad, sacar todo aquello que potencialmente tiene el individuo para que se convierta en alguien que desarrolle todas sus capacidades en favor de la sociedad, de tal forma que el maestro llega a ser referente, guía y, en cierto modo, ejemplo de vida y modelo a seguir.

Y es que en esta simple y antigua ecuación maestro-alumno se pone en juego la responsabilidad social de muchos y diversos actores, porque educar y aprender es sinónimo de construcción permanente de la sociedad, de sus instituciones, de sus vínculos, de sus creencias y normas.

Si cerramos los ojos, y en un ejercicio de memoria y tal vez de respeto por nuestros viejo profesores, seguramente veremos un desfile de rostros del pasado, en mangas cortas y sin corbata, frente a ese grupo de muchachos ávidos que fuimos por saber más de lo que la vida nos había enseñado, y por tratar de descifrar los códigos invisibles de la realidad para comprender el entorno que nos rodeaba en ese momento y el futuro que se acercaba a pasos agigantados.

Casi todos tenemos en algún rincón del pasado las voces de las profesoras y profesores que días tras día nos llevaban de la mano hacia las rutas que recorrió Colón, o las aventuras de los caudillos de la Independencia, o nos hacían viajar a conocer las capitales de todo el mundo, o a recorrer los ríos navegables de Asia, o a leer las coplas del Marqués de Santillana, o a multiplicar base por altura sobre dos para sacar el área de un triángulo, o a conocer la tabla de los elementos… hasta llegar a las aulas universitarias y terminar satisfactoriamente nuestros estudios.

Y a estas alturas de nuestra edad debemos reconocer agradecidamente que parte de lo que somos se lo debemos a ellos. ¿Cuál es el mecanismo mágico que se activa para que alguien, nosotros mismos,  reconozca y agradezca a quien le tendió la mano en las aulas y fuera de ellas, y lo condujo por las vías del conocimiento para desarrollar poco a poco la inteligencia?

No lo sé. Sólo sé que los maestros son esos seres verdaderamente sabios a quienes se les reconoce a primera vista por su sencillez natural; son esos que se reconcilian consigo mismos por ser útiles como profesionistas pero también como individuos, y que siembran la esperanza para el futuro.

Se puede decir que todo y nada ha cambiado: las antiguas consultas que alguna vez formulamos a nuestros profesores son nuevas para los muchachos ahora. Y las respuestas son iguales y son diferentes porque en el torrente de información que nos ofrece una cotidianidad globalizada —con todos sus perjuicios cuestionables y sus beneficios avasalladores—, surgen nuevas señales que van marcando diferencias tajantes entre el ayer y el hoy.

Con todo, la base de ese intercambio de información sigue siendo la elemental relación que se crea entre el maestro y el alumno.

Y este es, como vemos, un ciclo que nunca termina porque está siempre presente en los grandes temas de la humanidad: la educación es una tarea esencial en todo proceso civilizador que, en un contrasentido maravilloso, presenta una disyuntiva entre el desarrollo pleno del yo como ser único e irrepetible, y la necesaria integración a la sociedad de ese individuo para compartir fortalezas y abatir debilidades con otros seres únicos e irrepetibles.

Acabamos de celebrar el significado universal que tiene la labor del maestro como personaje que adquiere libremente la responsabilidad de construir y modelar el gusto, el conocimiento y el espíritu de las generaciones por venir.

Lo hemos hecho porque hay un pleno convencimiento de que los maestros son la piedra filosofal de una sociedad que se transforma constantemente gracias al conocimiento y a la educación. Y son precisamente los maestros quienes, con su dinámica infatigable y su visión integradora, recogen lo mejor de la niñez y la juventud para fomentar valores y principios, y potenciar con ello lo mejor de nuestro presente: los estudiantes, para construir una sociedad más justa, más solidaria y con igualdad de oportunidades para todos.

No hay magia en ello, pues de la mano de una educación de calidad, al alcance de todos, habrá también, sin duda, crecimiento sustentable y competitividad para nuestro país en el orden mundial. No somos islas, por ello vivimos en una sociedad que nos da cobijo y nos exige una participación civilizada, inteligente y entusiasta.

Hace 88 años, el 14 de mayo de 1921, en la celebración del Día del Maestro, Don José Vasconcelos pronunció: “Que no haya entre nosotros quien reclame fuero, pues ni somos ni debemos ser casta aparte, sino unidades sociales ligadas íntimamente a la vida del conjunto, y obligadas más que ninguna otra a entender y adivinar las exigencias sociales, las corrientes de renovación, los anhelos de progreso…

“Todos los maestros somos iguales. Entre nosotros no hay categorías, sino diferencias, y cada aspecto concurre a su propósito, y todo se suma en armonía sublime, porque maestro es el que trata de aprender y se empeña en mejorarse a sí mismo. Maestros son quienes se apresuran a dar sin reserva el buen consejo, el secreto recóndito, cuya conquista acaso ha costado dolor y esfuerzo.

“Uno que ya pasó por distintas pruebas y no ha perdido la esperanza de escalar los cielos, eso es un maestro. Si somos justos, si somos intransigentes con la maldad y enemigos jurados de la mentira; si no transigimos ni con la verdad a medias ni con la justicia incompleta, entonces seremos verdaderos y ejemplares maestros”, concluyó Vasconcelos.

Por ello, no debemos dejar de pensar en que ser maestro es quizá lo más trascendente que se puede ser en la vida porque encierra una inquietud constante por transmitir el saber, conscientes de que la cultura es uno de los mayores bienes que podemos legar a la humanidad sin generar nostalgias ni anquilosamientos melancólicos en un mundo que día con día cambia su rostro geográfico, ensancha las fronteras del conocimiento y genera nuevos puntos de discusión sobre los mismos viejos temas.

Gracias al trabajo constante de los maestros, se han formado seres sociales de excelencia y enorme calidad humana para que, sin titubear, entren al relevo generacional, honren el trabajo de la institución y amplíen su influencia social. Y todo eso se ha logrado con las herramientas de la educación. Por ello no es extraño pensar que ser maestro se vuelve una forma de vida, y en ese sentirse vivo como ser humano se reconoce que la docencia no es finalmente un apostolado de la obligación ante el grupo de estudiantes, sino del gusto y la pasión por la vida misma.

La educación es una práctica inherente a todo proceso civilizador que, en un contrasentido, plantea siempre un conflicto entre la necesaria integración del ser individual a una sociedad establecida y el desarrollo pleno del yo.

En esa construcción del futuro a partir de un hoy permanente, los maestros han llegado a ser la base y razón de la sociedad, porque nos han hecho ver el papel que las instituciones de educación deben desempeñar, y entender el compromiso social, ético y moral del docente frente al grupo, su calidad humana, su capacidad creativa y, finalmente, su práctica profesional, aún a costa de las limitantes y carencias que innegablemente persisten en los diferentes campos de acción.

La docencia es una tarea crucial en el desarrollo de los jóvenes, a quienes hay que por dotarlos de las herramientas intelectuales, los elementos simbólicos de la cultura y un acervo básico de conocimientos, todo ello indispensable para su gradual incorporación a la compleja vida social en un mundo cambiante, lleno de desafíos y crecientes y agobiantes problemas, pero también de oportunidades para la innovación y la transformación en la búsqueda del bien común.

Está claro que la educación sigue siendo la preocupación central de toda sociedad y que hemos avanzado hacia el concepto de que se aprende durante toda la vida. Pero además debemos compartir que no se aprende sólo en la escuela: se aprende en la casa, en el trabajo, en la convivencia cotidiana, leyendo y, hoy más que nunca, consumiendo la producción de los medios de comunicación.

Estamos frente a un tema de dimensión enorme que pone en juego la responsabilidad social de muchos y diversos actores, porque educar y aprender es sinónimo de construcción permanente de la sociedad, de sus instituciones, de sus vínculos, de sus creencias y normas, y se basa, como decía, en la simple y antigua ecuación maestro-alumno.

Es decir, la docencia es una práctica insustituible que nos obliga a ordenar conocimientos para transmitirlos, así como a superarnos y permanentemente estar actualizados, porque el maestro adquiere la callada responsabilidad de construir y modelar el gusto y el espíritu de las generaciones por venir; porque, además, se vuelve una forma de vida, y porque en ese sentirse vivo como ser humano se reconoce que la docencia no es finalmente un apostolado de la obligación ante el grupo de estudiantes, sino del gusto y la pasión por la vida misma.

Hoy, como en ningún otro instante de la historia, pretender traducir, reinventar o transformar la realidad a través del olvido, las falacias, el oscurantismo, la pereza intelectual o la falta de compromiso para con los estudiantes parece una apuesta regida por lo insano.

En ese clima de solemnidad mortuoria que arrastra a las instituciones educativas y al profesorado mismo hacia el precipicio de la formalidad mecanicista, la docencia no exige seriedad, sino congruencia, creatividad e institucionalidad con amplio criterio para discutir dentro de los límites de la razón.

Por ello, en la desafiante sencillez del alba, de ese cada nuevo día del que hablan los filósofos, la luz de la inteligencia parece recién creada, y junto con ella todos los objetos que ilumina. Si este asombro es legítimo lo será también el individuo que nace al calor de su emoción llevado de la mano por los maestros.

Hay que decir que no será fácil sentir esa emoción primigenia, renacentista, y que lo más común, en nuestros días, es una luz más bien crepuscular, apagada en los matices de la relatividad.

No olvidemos que la primera virtud del maestro es la atención, y la segunda es el ingenio: las máquinas de Leonardo da Vinci y el método de René Descartes son frutos de la misma meticulosidad ingeniosa por darle cuerpo a la algarabía de la composición y de enunciar un orden, un orden capaz de combinar la materia y el espíritu.

Hoy, como entonces, no basta con entender los principios bajo los que se rige la naturaleza y el hombre: Leonardo y Descartes también eran susceptibles de una composición en la que debía intervenir cierto equilibrio y cierta belleza. Igual hay que trabajar arduamente tanto para comprender los fenómenos como para iluminar las leyes que los gobiernan.

En ese fervor por el conocimiento no hay límites ni especialidades, y lo mismo, como aquellos seres, se debe hacer un viaje de investigación que una ecuación matemática, diseñar una cúpula que tallar un juego de lentes ópticos, redactar un soneto y pintar un retrato.

Mitad científicos, mitad artistas, esos hombres estaban animados por el asombro augural de la mirada y sus armas incluían todos los artificios de la razón; juntos llevaban a cabo un asedio al vértigo de la materia, guiados por el intelecto pero también por un nuevo aprendizaje a través de los sentidos. Su época puede ser vista hoy como un incansable muestrario de la curiosidad y como un ejemplo de la espléndida relación del asombro y el ingenio.

Como en el principio, todos los caminos se bifurcan y parecen alejarse, pero a veces, es sólo para encontrarse más allá de las breves anécdotas de la casualidad: en ese punto exacto estará siempre la voz del maestro que todo lo ilumina.

Desde aquí, mi respeto a los maestros. Felicidades.

 

 

Armando Zamora. Periodista, músico, editor y poeta.
Tiene más de 16 libros publicados, 12 de ellos de poesía. Ha obtenido más de 35 premios literarios a nivel local, estatal y nacional. Ha ganado el Premio Estatal de Periodismo en dos ocasiones.  Ha sido becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Sonora (FECAS). Una calle de Hermosillo lleva su nombre.


– PUBLICIDAD –


 

Facebooktwitterredditpinterestlinkedinmail

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *