miércoles, mayo 1, 2024
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La Perinola: Mis zapatos

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Por: Álex Ramírez-Arballo
Hace dos días, mientras hablaba con mis estudiantes en clase, tuve un momento epifánico: “Para esto nací”, me dije a mí mismo con la redundancia y la simplicidad de quien ha dado de golpe con la verdad. Es que es así, no hay nada que disfrute tanto -profesionalmente hablando, se entiende- como estar entre un grupo de estudiantes. Puedo decir que son “mis zapatos”, esos mismos que el dicho popular recomienda al zapatero no olvidar jamás.

Pues bien, tengo que decir ahora, pasados diecicéis años de ese primer momento en que me paré en un aula, que todo lo que ahora sé -que es muy poco- lo he aprendido sobre la marcha: nunca nadie me preparó para el apasionante mundo de la educación. Es verdad, obtuve las certificaciones académicas necesarias que me avalaban como experto en materias de lengua y literatura; pero no olvidemos que una cosa es conocer ciertos oficios intelectuales y otra, muy distinta, saber convocar, mantener y desarrollar la curiosidad de un grupo de personas.

Muchos estudiantes tuvieron que pasar por mis clases para que al fin me diera cuenta de que la educación es un arte y que nada tiene que ver con ese paradigma obsoleto, piramidal, nefasto y jerárquico que nos hace creer que educar es solo transmitir conocimientos, de la misma manera que en las carreras de relevos se entrega una estafeta. El conocimiento no es un algo, es un cómo.

Educar es dialogar para compartir esperanza. Educar es estar ahí, totalmente presente y atento a lo que el otro -el estudiante, que ha de ser siempre tu maestro- exprese. Educar es no ver jamás al alumno como una carga. Educar es creer honestamente en el poder de lo humano; no se puede ser un buen maestro si se es pesimista y se va por la vida con un corazón lleno de sombras. Educar es renunciar al dogma racionalista para poder lanzarnos con alegre expectativa al misterio prodigioso que nos envuelve y que, para ahorrar espacio, llamaré simplemente vida.

Ser un profesor es un trabajo de tiempo completo. A donde quiera que voy, donde quiera que estoy y de cara a lo que veo, siempre pienso en cómo aquello que se me presenta nuevo puede llevarse al aula, no como una mariposa disecada o un tieso concepto filosófico sino como un trozo vivo de humanidad. Tengo una obsesión que no me deja durante las veinticuatro horas de un día: tumbar los muros del aula para que la educación vuelva al sitio que le corresponde, que es la vida.

Si los estudiantes se aburren en la clase y prefieren actualizar su estado de Facebook o mandarle un mensaje de texto a un amigo remoto, la culpa no es del alumno, la culpa es casi siempre del profesor.

Se dice de una manera machacona y absurda que los jóvenes de hoy son tontos, desinteresados, irresponsables y que nada les importa tanto como sus teléfonos celulares y su tecnología. Eso no es cierto. La gran mayoría de los muchachos que conozco son alegres, curiosos, bromistas, festivos, vehementes, elementales a veces; hay unos más inteligentes que otros, más responsables que otros, más capaces que otros: como ha sido desde que este mundo es mundo. Si los estudiantes se aburren en la clase y prefieren actualizar su estado de Facebook o mandarle un mensaje de texto a un amigo remoto, la culpa no es del alumno, la culpa es casi siempre del profesor. ¿Quién aguanta a un escritor o un profesor aburrido? Llegado este momento los adultos se incomodan, tosen con disimulo y deciden mentir; inventan memorias llenas de sucesos que nunca existieron: “Ese tiempo bonito que se nos fue…bla, bla, bla”.

Si este planeta habrá de quedar en las manos de mis alumnos, como eventualmente sucederá, hay razones suficientes para mantener la fe. El mundo es hoy mucho mejor de lo que fue y será mucho más humano y más justo de lo que ha sido nunca. Huyo de los nostálgicos como de la peste porque estoy convencido de que nadie puede llegar nunca a buen puerto si camina de espaldas al futuro.

Termino, pues, con una anécdota rápida: hace diecicéis años, unos minutos antes de entrar a la primera clase que jamás impartí, me detuve unos momentos para hablar con un viejo profesor, un tipo improvisado e indiferente, como hay tantos en las universidades (del primero y del quinto mundo por igual). El hombre fumaba con mansedumbre, apoyaba uno de sus hombros en un pilar de ladrillos rojos y tenía la mirada perdida en lo lejano. “¿Hay algún consejo que usted pudiera darme para dar buenas clases?”, le dije -sonrío al recordarlo- con cierta ingenuidad. El hombre se demoró en responder, lanzó de pronto una flema manchada de nicotina a los pies de un rosal que era testigo de nuestra conversación y dijo con voz de muerto: “Pos, pos ai’ solito se enseña, muchacho”. No creo haber escuchado jamás nada tan preciso, tan necesario y tan cierto.

 

 

Álex Ramírez-Arballo. Doctor en literaturas hispánicas. Profesor de lengua y literatura en la Penn State University. Escritor, mentor y conferenciante. Amante del documental y de todas las formas de la no ficción. Blogger, vlogger y podcaster.


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