martes, abril 16, 2024
Basura celesteColaboraciónColumnaCulturaLiteraturaOpinión

Basura celeste: Llegar al cine gracias al western

Facebooktwitterredditpinterestlinkedinmail

Por Ricardo Solís
Basada en una historia concebida por Sergio Leone, la película Mi nombre es nadie (My name is nobody, 1973), un spaghetti western dirigido por Tonino Valerii y estelarizado por Terence Hill y Henry Fonda, fue la primera cinta que fui a ver a una sala de cine –como Dios mandaba– hace casi 45 años. El galerón a que me refiero contaba con más de 1500 asientos y dos niveles, se hallaba apenas a dos cuadras de mi casa y por alguna razón que desconozco mi padre, amante confeso del western, decidió llevarme a ver un largometraje que entonces era un estreno cuyo título se desprendía de la famosa frase con que el célebre varón “de multiforme ingenio” contesta a Polifemo en la Odisea.

A partir de esa fecha, el cine se convirtió en una de mis grandes aficiones. No me detendré en las particularidades de la cinta, pero no resulta extraño que fuera una “de vaqueros”, pues a esa edad no hubiera podido ir a la sala por mí mismo y, claro, se trataba del género fílmico preferido de quien me acompañó esa tarde a lo que, supongo, era mi ritual iniciático o entrega de estafeta.




Ese año, si mal no recuerdo, dio inicio mi registro errático e inconstante de películas que a la postre constituirían ese “otro” almacén de historias que haría compañía a los libros y los comics, ese trío de soportes al que sigo guardando devoción mayúscula. Tras esa primera visita a una sala de cine, las series televisivas que podían considerarse westerns (como Bonanza, por ejemplo) se volvieron mis preferidas y cualquier transmisión televisiva de algún clásico (seria A, serie B o incluso largometrajes mexicanos) se volvía una fiesta en casa, salvo si coincidía con algún partido de beisbol.

Aclaro, estoy lejos del fervor paterno que me acercó al western, pero sin su impaciente guía mi opinión de John Wayne, Gary Cooper, James Stewart, Gregory Peck, Randolph Scott o Clint Eastwood sería muy diferente a la que tengo hoy; lo que quiero decir es que, gracias a su afición desmedida pude ejercitar la imaginación en un mundo visualmente desigual (no es lo mismo ver una película de John Ford que una de Sam Peckinpah), aunque perfectamente uniforme en cuanto a determinadas características que resaltan el individualismo, la aventura épica o el combate eterno entre el Bien y el Mal (donde este último siempre lleva mano, a pesar de que muchas veces triunfe el primero).




No comparto muchos juicios de valor de mi padre respecto del western, es cierto, pero debo agradecer que su amor por la pólvora cinematográfica haya conseguido incentivar mi curiosidad y despertar en mí un interés que no decrece cuando se estrena alguna producción original o un remake que haga obligada la incómoda comparación. Gracias a esta alegre forma del vicio, cada que la red me permite apreciar de nuevo Los imperdonables (Unforgiven, 1992), de Clint Eastwood, El zorro gris (The grey fox, 1982), de Phillip Borsos –con una tan fenomenal como olvidada actuación de Richard Farnsworth–, o Silverado (1985), de Lawrence Kasdan, me quedo embebido ante una pantalla que se hace cada vez más chica.




 

Ricardo Solís (Navojoa, Sonora, 1970). Realizó estudios de Derecho y Literaturas Hispánicas en la Universidad de Sonora. Ha colaborado en distintos medios locales y nacionales. Ganador de diferentes premios nacionales de poesía y autor de algunos poemarios. Fue reportero de la sección Cultura para La Jornada Jalisco y El Informador. Actualmente trabaja para el gobierno municipal de Zapopan.


– PUBLICIDAD –


 

Facebooktwitterredditpinterestlinkedinmail

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *