Imágenes urbanas: En esa casa sí hay papá

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Por José Luis Barragán Martínez
José Luis Barragán
La vida de aquella calle en aquel fraccionamiento semi nuevo había sido sin novedad, comentarios normales por la remota reestructuración de la deuda hipotecaria, arreglos entre vecinas para ir a medias con el costo de las bardas tan necesarias para resguardar mejor sus casas (“casas guajoloteras” dicen ellas y sueltan la carcajada), temblorina por los gastos de diciembre que se acercan, posible cooperacha colectiva para el pago de policía porque los malandros ya mostraron su presencia y hasta en la espalda se han llevado los tinacos.

Pero aquella tarde algo nuevo había ocurrido; Samuelito, de seis años, había entrado corriendo a la casa con rostro de sorpresa y, jadeando, llamó a su madre.

– ¡Mamá, mamá, ven!

Tomó a su progenitora de la mano y la mujer, no más de veinticinco años, se dejó llevar.

En la banqueta, el niño señalaba atropelladamente la casa abandonada de enfrente y cuya ocupante no había podido seguir cumpliéndole al banco, las “ratas de dos patas” se habían llevado puertas, ventanas, sanitario y demás, y ahora de un troque bajaban catres, estufa de petróleo, un abanico, tres sillas y una mesa.

Las bolitas de vecinas se formaron aquí y allá, una de las mujeres  se acercó con la mamá de Samuelito y comentó.

– Dicen que se trata de una familia de Zacatecas, que vinieron al corte de la uva y que se van a quedar a vivir en Hermosillo, están invadiendo la casa, a ver cómo les va con el banco, de seguro los van a echar pero cuando menos van a librarse de pagar la renta durante un tiempo.

Al día siguiente, al mediodía, Samuelito entró nuevamente a su casa y gritando sacó a su mamá a la calle, señalando la casa de enfrente.

– ¡Mamá, mamá, en esa casa hay papá, en esa casa hay papá!

Sin dar tiempo a ninguna respuesta, el niño interrogó.

– Mamá, ¿qué es un papá?

Sucedió que sin darse cuenta, sin haberse puesto de acuerdo, en aquella calle del aquel fraccionamiento habían coincidido mujeres solas, madres jóvenes con hijos que no conocían a sus padres:

Martha (le gustaba que le dijeran “Martell”), de veintisiete años, había ido a Tijuana a probar fortuna y regresó con tres niños, dijo que por allá se había casado pero que había enviudado, los pequeños tenían ojos, piel y pelo de diferentes colores.

Estefanía, veinticinco años se decía “mujer liberal”, trabajaba en una estética, en cuanto empezó a ganar dinero se independizó de sus padres, quería ser libre de hacer lo que le viniera en gana, libre de dirigir su vida, nadie supo (ni nunca quiso decir) la paternidad de sus dos pequeñas.

Clara, veintiún años; se casó a los dieciséis, pero antes de que naciera Clarita se divorció “por incompatibilidad de caracteres”.

Catalina, veintinueve años, tres hijos; se rumoraba que su amor de siempre estaba en la cárcel y que lo visitaba con frecuencia, los niños no lo conocían.

Mercedes, Ramona, Carmina, Ofelia, Soledad, Carlota y demás eran otras tantas madres solas, madres jóvenes que trabajaban duro para sacar a sus hijos adelante.

Y aquel papá, aquel hombre raro para aquellos niños, aquel ex pizcador de uva originario de Zacatecas acostumbraba salir por las tardes y sentarse en la banqueta a tomarse una taza de café.

Los niños lo veían de lejos con curiosidad, poco a poco se fueron acercando y poco a poco le fueron tomando confianza.

– ¿Cómo te llamas?”- preguntaron.
– Crisóforo-. Todos sonrieron, más porque el hombre tenía las mandíbulas muy grandes.

Unos le decían “micrófono”, otros “gorgorito”, “Nicéforo”, “fósforo”, pero todos le fueron tomando cariño, mucho cariño.

La simpatía fue mutua, más porque Crisóforo tenía los dientes manchados.

– Es por el agua de Zacatecas que tiene minerales y los afecta, además, aquí en Hermosillo también hay gente con los dientes amarillos, me dicen que hace tiempo el agua de por acá estaba muy clorada-, les dijo.

Con el tiempo, los niños esperaban con ansia que llegara la tarde para que aquel hombrón saliera a tomar café, les había despertado un sentimiento muy bonito, inexplicable, que los hacía sentirse bien, como si su presencia fuera un manto protector, de seguridad.

Mientras tanto, las madres observaban de lejos, sin intervenir, sólo dejaban que la vida siguiera, ninguna quería pensar qué sucedería cuando aquel ex pizcador  de uva de la costa se fuera, que el banco lo echara, sólo querían saber, por el momento, que en aquella casa sí había papá, y que los niños eran muy felices por eso.

 

 

*Por José Luis Barragán Martínez, colaborador


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