jueves, mayo 16, 2024
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Basura celeste: Reyes, ejemplo y milagro

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Por Ricardo Solís
Pensar la figura de Alfonso Reyes (1889-1959) hoy día es descubrir cómo para algunos personajes el prestigio puede permanecer incólume pero no así el conocimiento y revisión de sus obras, condenadas –al parecer– al estante de académicos especialistas; sin embargo, tampoco se trata de un desconocido y se le puede considerar como uno de los pilares emblemáticos de la literatura mexicana durante el pasado siglo.

De acuerdo con José Luis Martínez, la “amplitud” es la principal característica de la obra de Reyes, compuesta de 21 libros de versos, 88 de crítica, ensayos y memorias, siete de novelística, 24 de archivo, 35 prólogos y ediciones comentadas, 11 traducciones y 16 obras póstumas (202 libros en total, los que se incluyen en la treintena de volúmenes que conforman sus Obras completas, editadas por el FCE); además, quedaría pendiente consignar sus epistolarios y sus diarios. Tal vez por la variedad de dominios que abarca, el propio crítico calificó la obra del autor de El Deslinde como “un pozo de delicias y de sabiduría”.




En este sentido, y sólo para dar una idea de las dimensiones de su labor, la correspondencia Alfonsina es tan vasta que, entre las personas con quienes la sostuvo, cabe mencionar a Pedro Henríquez Ureña, José Gorostiza, Carlos Pellicer, Daniel Cossío Villegas o Genaro Estrada, por citar apenas algunos nombres; asimismo, si se piensa en escritores de otros países, se carteó con Pío Baroja, Azorín o Miguel de Unamuno.

Con todo, es en el estilo donde muchos concuerdan que las “delicias” de la prosa de Reyes se muestran; y entre quienes alabaron el “uso del español” en su escritura (modelo de precisión, concisión y –cosa nada sencilla– naturalidad) se incluyen Borges o Bioy Casares. Pero, como bien aclaró José Emilio Pacheco, “cualquier homenaje se queda corto” si se evoca el legado de quien, como Reyes, “no quiso ser más ni menos que escritor”.

Nacido de Monterrey, Nuevo León, y como hijo de uno de los hombres más poderosos del país durante el Porfiriato, Reyes estudió en escuelas particulares como el Liceo Francés y la Escuela Nacional Preparatoria, y se inscribió después en la Facultad de Derecho. Desde la infancia sus inquietudes intelectuales fueron claras; llegó a ser secretario de la Escuela Nacional de Altos Estudios (antecedente de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM), y fue en esa época “dorada” cuando Reyes conoció a Henríquez Ureña, Antonio Caso y José Vasconcelos, con quienes formó el llamado Ateneo de la Juventud, un grupo de intelectuales interesados en describir y proponer las características de lo que consideraban el “México moderno”.




Estos logros se vieron ensombrecidos por la muerte de su padre durante la Decena Trágica, a lo que se suma su desaliento ante la situación del país. Por ello, se trasladó a Francia en 1914 y, luego, gracias a un cargo diplomático, trabajó por un tiempo en el Centro de Estudios Históricos de Madrid (dirigido entonces por Menéndez Pidal). En 1915, terminó la escritura de Visión de Anáhuac, que publicó dos años después y, en 1920, fue nombrado segundo secretario de la legación de México en la capital de España. De 1924 a 1939 –año en que regresa a México de forma definitiva, después de un largo exilio– trabajó en Francia, Argentina y Brasil, y se convirtió en una figura reconocida dentro de una importante comunidad de escritores y artistas a nivel continental.

Dedicado a la escritura ensayística, Reyes, de 1939 a 1950, se halla en la cumbre de su madurez intelectual y publica una vasta serie de libros sobre temas clásicos y traducciones. Entre otras responsabilidades, presidió la Casa de España en México (que se convertiría más tarde en El Colegio de México) y fue Miembro Fundador de El Colegio Nacional; por otra parte, al lado de su amigo Jules Romains, refugiado político en México, fundó también el Instituto Francés de América Latina (IFAL) y, de 1957 a 1959, estuvo al frente de la Academia Mexicana de la Lengua.




No resulta exagerado decir que la figura de Reyes –que para entonces había sido varias veces candidato al Premio Nobel de Literatura– “amparó” a varios autores mexicanos de la segunda mitad del siglo XX, quienes ayudaron a solidificar su prestigio como paradigma de la reflexión latinoamericana y maestro del género ensayístico en México. Con todo, después de varios infartos, Reyes murió un 27 de diciembre de 1959, en la ciudad de México.

Finalmente, si bien sus restos reposan en la Rotonda de los Hombres Ilustres, sospecho que el mejor reconocimiento a su dimensión como hombre de letras es la frase que Octavio Paz acuñó para referir que “el amor de Reyes al lenguaje, a sus problemas y sus misterios, es algo más que un ejemplo: es un milagro”. Yo pienso que tiene razón porque, como acotó el autor de Libertad bajo palabra, “al enseñarnos a escribir”, Reyes también “nos enseñó a pensar”.




 

Ricardo Solís (Navojoa, Sonora, 1970). Realizó estudios de Derecho y Literaturas Hispánicas en la Universidad de Sonora. Ha colaborado en distintos medios locales y nacionales. Ganador de diferentes premios nacionales de poesía y autor de algunos poemarios. Fue reportero de la sección Cultura para La Jornada Jalisco y El Informador. Actualmente trabaja para el gobierno municipal de Zapopan.


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