Die Woestyn: La generación que nos deja

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Por Alí Zamora
Yo tenía 19 años cuando dejé la casa de mis padres –recordando que el profesor Alfred Kinsey, sexólogo, indicaba que el momento en que uno deja de pensar en el hogar donde creció como “su casa” y comienza a tratarla como “la casa de sus padres”, es indicativo de madurez emocional– y entre tantas barreras que encontré, hubo algo que siempre me ayudó a encontrar un tipo de “asilo emocional” con ciertas personas. Ideal para sobrellevar la vida diaria en soledad.

Debo admitir que dicha salvación fue encontrada en personas mayores a mí, ya que me era difícil conectar con las personas de mi edad; muchos parecían resumir mi historia (fíjate, Jonathan, que yo nací en Arizona; sin embargo, mis padres, mexicanos por nacionalidad, decidieron mudarse de nueva cuenta a México, llevándome consigo) en un concreto “soooooo… you’re Mexican?”.

¿Qué cómo es que conecté con personas mayores a mi ser y no con los mileniales tan abiertos de mente y opiniones?

Bueno… no es respuesta fácil.

Mejor no voy a mentir. La respuesta sí es fácil, pero es mejor si se cuenta de la siguiente manera:

Cuando yo era niño hubo espacios en la línea temporal en los cuales recuerdo que los versos líricos de Silvio Rodríguez o Pablo Milanés o Luis Miguel dejaban de sonar por toda la casa en la cual vivía. Esos espacios no eran necesariamente de silencio, estaban repletos de guitarras acústicas y voces aguardentosas que me hablaban en un idioma el cual yo no conocía en aquel entonces y me contaban respecto a lugares que no podía ubicar con una geografía certera.

James Taylor, Jim Croce, John Denver.

Por supuesto que mi niñez no me permitía apreciar el hecho de que el señor Taylor caminase por las calles de Inglaterra, nostálgico, solo, con su hogar de Chapel Hill, Carolina del Norte, en su mente. Recordando a sus amigos, los rayos del sol cálidos y a su amiga la noche que cae.

Recordando, quizás, como puede recordar cualquier persona que esté lejos de su hogar, lo que vivió y lo que sintió a través de la distancia y la nostalgia. Así como alguien puede extrañar de vez en cuando el desierto en el cual creció, al cambiar dicho panorama por la ciudad.

No entendía ese tipo de situaciones cuando era niño, así que cuando mi padre sentado solo, o en compañía de mi madre, escuchaba esas canciones, usualmente me daba por cambiar de habitación.

Pasaron los años y pasé de niño a joven, pero el hogar continuaba siendo visitado por esas personas, a quienes ya podía entender. Y con ellos llegaron otros tantos conocidos, parientes y amigos.

Bread, Stevie Wonder, Chicago, Paul Simon.

Los entendía y es testamento a la veracidad de sus palabras que, de media década a una década después de escucharlas, las utilizaba en mi beneficio.

Sabía que esos caballeros podían hacer una llamadita telefónica y cordial para hacernos saber que nos quieren, o esperaban sostener amistades y bondades, pero no solamente sostenerlas, sino alzarlas para que no sufrieran las consecuencias de las aguas turbias que surcaban bajo ellas.

Pero la edad no cambió, lamentablemente, mi disposición a mostrarme receptivo a estos cantautores que parecían hablarles en secreto a mis padres y decirles cosas que solamente ellos entendían.

Ya que en ese entonces, en mi adolescencia –además de ser bien “punkoso” y gustar del “rock n’ roll” y todo lo “metalero” (dependiendo a cual de mis compañeros de clase le preguntaran por mí)–, creía yo que escuchando a Children of Bodom, In Flames y Arch Enemy ya tenía yo para darme por bien servido y aprender de la música y la vida.

Con algunas de esas ideas aun dentro de mí, fue que abandoné el aposento familiar y comencé a andar el camino que, supuestamente, me llevaría a la adultez –pero heme aquí, escribiendo de chocobos y memes olímpicas.

Encontré, además de americanos, el hecho de que mi antigua visión de una pureza musical: escuchas metal y eres metalero y no escuchas nada más; no era compartida por la mayoría de alumnos y maestros (muy a pesar de los estudiantes fanáticos de Dream Theater y muy a pesar de lo que Bernhard “Bernie” Galane, austriaco, un tiempo mi maestro, dijera con sus ideas de tintes Nationalsozialistische Arbeiterpartei, en otras palabras: “rap music!? yuck”).

Lo que sí encontré fue un tiempo de soledad –muy a pesar de haber tenido un compañero de cuarto (quien en realidad no era mi amigo) y compañeros de clase del estado de Morelos, como me recuerdan a veces ciertas voces tercas que no se encontraban ahí: en el momento–, mismo que se acrecentaba durante los espacios de vacaciones otorgados por parte de la institución musical educativa.

Spring Break, Winter Break, Thanksgiving Break, American Break, College Football Season Break, Apple Pie & Baseball Break, entre otros.

Fue en uno de estos múltiples “breaks” que me di cuenta algo había aprendido, misma realización la debo en gran parte a Chuck “Palito” Silverman (sí, Palito), de quien solamente diré fue un gran músico, mejor maestro, pero muchísimo mejor amigo. Podría decir muchísimas otras tantas cosas de ese judío canadiense que hablaba el español como cubano, pero no me alcanza el per diem ni la fuerza intestinal para no entristecer al recordarle.

Lo que debo decir es que durante mi segundo año como estudiante, Chuck me invitó a pasar el thanksgiving en su hogar (junto a otro estudiante, la esposa de Chuck y una vecina de los Silverman). No había celebrado yo acción de gracias previo a eso, así que no sabía qué esperar, por lo que le pregunté a mi maestro si esperaban algo de mí.

“Oye, chico: tráete una botella vacía”, dijo Chuck en su español de cubano (y de Miami, para acabarla).

“¿Por qua?”, le pregunte.

So you can save the memories, like Jim Croce”, fue su respuesta, ahora en su inglés catedrático, y de manera casi inmediata, le dije “¿No se refiere al tiempo?”; Chuck me miró como no entendiendo la cosa y le dije “If I  could save time in a bottle is what the song says… right?

“Tú tiene’ la razón, muchacho”

Fue mi primer thanksgiving y comenzó con ese preámbulo. Con un renacimiento desde mis memorias, las cuales comenzaron a brotar de ahí en adelante.

Añadiéndole a eso el impulso de la clase que estaba tomando en ese entonces: “How to improve your groove” (como mejorar tu ritmo), en la cual –Oh, ira; Oh, diosa; Oh, sorpresa– escuchábamos los ritmos de canciones como “50 ways to leave your lover”, de Paul Simon; “Isn’t she Lovely”, de Stevie Wonder, y, por alguna razón, “Freebird”, de Lynyrd Skynyrd.

Por supuesto a veces el efecto no era siempre como yo lo esperaba, como sucedió una vez cuando trabajaba en la librería Borders (hoy difunta a nivel nacional), al terminar mi turno y comprar una película, siendo atendido por la gerente principal, Holly, a quien nunca le llené el ojo.

Me preguntó respecto a una conversación –no positiva– que había tenido yo con un asistente de gerencia que estaba en las últimas. No queriendo embarrar más al amigo, le dije a Holly: “I just told him that if he’s down and in trouble, he’s got a friend in me”.

Holly me miro boquiabierta, rio por espacio de 20 segundos, y dijo: “it’s so nice to meet such cultured young Mexicans” (es tan lindo conocer a mexicanos jóvenes con cultura).

Todo mundo es crítico social hoy en día.

Y aunque no me guste y lo diga a regañadientes, hasta esos comentarios de Holly respecto a mi ser, no se los otorgaba a nadie más. A final de cuentas yo aprendí que podía utilizar ese nexo de conexión entre ella y yo para mi beneficio, como de igual manera (supongo yo), Holly aprendió que tenía un amigo en mi persona –y en Jesucristo, nuestro señor, de acuerdo a James Taylor.

Utilicé ese traductor musical para agraciarme con mis maestros, con administradores, con empleadores, con clientes, con miembros de bandas y hasta con uno que otro vecino, todos mayores a mí. Lo hice hasta que comencé a darme cuenta de un pequeño detalle:

Al término de una década de estancia activa en el país al norte de México (arribé a Los Angeles en marzo del 2005 y estoy aquí hasta la fecha), me di cuenta que las personas con quienes podía conectar gracias al nostálgico “¿Te acuerdas cuando…?” o “¿Te acuerdas de…” comenzaban a disminuir.

La edad, las sorpresas y los terrores financieros se los llevaron. Todas las personas que conocí y con quienes conecté gracias a Jim Croce, James Brown, Stevie Wonder, Paul Simon, James Taylor, John Denver, Neil Young, Neil Diamond, Roberta Flack, Bread, Lynyrd Skynyrd, Alabama, Chicago, The Carpenters, The Fugees, Rolling Stones, Queen, entre tantos otros, se convertirán, cuando menos lo espere, en el relleno de otra pregunta más: “¿Te acuerdas de Chuck?”, “¿Te acuerdas de Holly?”, “¿Te acuerdas de esa canción?”.

Quizás esa nunca fue la intención, pero a final de cuentas eso no le quita lo cierto que tiene. Es quizás testamento –otro más– a la diferencia del pasado y quienes vivieron en él, con el presente y el incierto futuro y quienes lo buscan narcicísticamente en el inmediato instante del “aquí y ahora”.

Porque a final de cuentas, tenemos que apreciar el momento intangible en el que vivimos, antes de pasar a convertirnos en relleno de preguntas para que otros puedan conectar entre sí. Ya que es inevitable: la vida sigue y la vida termina.

Y cuando menos nos damos cuenta, terminamos diciendo:

“…pero nunca parece haber tiempo suficiente, para hacer las cosas que quieres hacer cuando las encuentras…”

 

 

 

El Alí. No soy de donde vivo, ni vivo de donde soy; pero si pienso lo que digo, puedo decir lo que pienso.


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