Die Woestyn: Qué bonito es leer, qué bonito es escribir

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Por Alí Zamora
No recuerdo el lugar con una certeza topográfica.

Vagamente le doy una locación por allá por el Héctor Espino, pasando el Héctor Espino más bien; me parece que doblabas a la derecha, en uno esos lotes de tierra y polvo que poblaban Hermosillo, Sonora, a principios de los 90’s, y ahí al final del lote estaba lo que recuerdo como una casa. Quizás era oficina.

Estando yo ahí, adentro, fue que encontré la máquina de escribir y me senté frente a ella.

Escribí una página solamente.

Mi primer cuento.

Le puse por título “Mentiras” y trataba sobre un niño recontando una serie de eventos que ocurrieron, uno tras otro, sin un orden cronológico claro o seguimiento secuencial definido. Había un pirata, un aeroplano, me parece que una lancha y hasta un caballo.

Cambiaba de un evento a otro en cada párrafo, culminando todo en el momento donde el narrador indicaba que: “…me comí un pastel”.

Como dije era solamente una página, y al estar nuevamente disponible mi padre le mostré la historia para ver qué pensaba, me dijo que estaba bien, a excepción de un detalle crucial, tanto debido a la extensión de mi historia como al efecto buscado en la falta de claridad del narrador:

“Repetiste la palabra ‘y’ muchas veces”.

¿Qué puedo decir de mi primera experiencia de crítica literaria? Tenía seis años.

A mí me gusta la música, los videojuegos, ciertos deportes y las pinturas de Michelangelo Merisi da Caravaggio (conocido hoy en día simplemente como Caravaggio).

Así como a otras personas les gusta la música de banda, el beisbol o los murales de Diego Rivera. Todos tenemos gustos y podemos tener una predilección similar respecto a una corriente artística, deportiva o social.

Lo que hace que las diferencias sean notorias entre personas es aquello que cae dentro de lo que nos gusta, pero que es algo que va un poco más allá. Algunos podrían decir que “es nuestro favorito” y otros podrían decir que es lo que nos “apasiona”.

Por ejemplo, hay personas que sienten un gran influjo de dopamina y serotonina al jugar un partido de baloncesto, no importa que sea callejero —como un conocido mío llamado ReNasty Javier (aunque la dopamina y serotonina también corren como río encausado cuando le entra al chupe este amigo); otros sienten los mismos efectos al bailar bachata o al cocinar con un asador o al tirarse de un avión con su paracaídas bien puesto.

Pero desde tiempos espermales (cuanto era yo un espermatozoide), lo que me ha, digamos, apasionado es la literatura, la palabra hablada y escrita, la comunicación de una historia o idea, el lenguaje utilizado por seres humanos (y precursores). Recuerdo los tiempos en que, rodeado de mis hermanos espermatozoos, les comunicaba lo que me había ocurrido en el lado opuesto de la uretra camino al parque; aunque todos éramos diferentes, cromosómicamente hablando, podíamos entendernos y hacernos estar al tanto de lo que veíamos y sentíamos en esa tan primitiva existencia gracias a las palabras.

Pero como suele suceder, fui el único sobreviviente al fecundar, en papel de espermatozoide, un óvulo y aislarme brevemente debido a mis crímenes (nací como recién “sietemesino”). Fue en esa cárcel uterina donde me di cuenta respecto a la necesidad del ser humano de comunicar ideas, sentimientos y/o vivencias; no solamente porque queremos que los demás nos estén escuchando incondicionalmente, sino porque es un ejercicio de sanidad humana.

El poder recontar de una u otra manera algo sucedido en nuestras vidas hace que —dicen los psicólogos— ganemos un entendimiento distinto respecto a nuestras vidas (ya que si alguien ha asistido a algún tipo de terapia psicológica, en la rama de la psicología clínica, no la psiquiatría, se dará cuenta que la persona que habla la mayor parte del tiempo es el paciente, ahí ‘ta tumbado contando sus cuentos).

Es una herramienta que todos como humanos poseemos. Pero, claro está, que la distinción de qué tan bien podemos usar esas herramientas humanas va de persona en persona (unos saltan rápido, otros nadan mucho, etcétera, etcétera).

Esas mismas distinciones existen todavía dentro de aquellos que comparten “pasiones”.

Pongamos el ejemplo del catalán Josep “Pep” Guardiola y el francés Eric “Le roi” Cantona (“Ooh Aah Cantona! Has to wear a girly bra!”, le cantaban los hooligans); ambos futbolistas retirados, ambos reconocidos dentro y fuera de la cancha… hoy en día el catalán es director técnico de fútbol y el francés es actor.

¿O a poco es lo mismo Ernesto Sábato que José Saramago?

Bueno, así nos podemos ir por la lista. El caso es que existen esas distinciones. Lo hacen debido a que nosotros mismos diferimos, y no porque unos sean “más” que otros.

Por lo menos lo creo debido a la experiencia de vivir y crecer con un autor, ya que desde que tengo memoria, recuerdo que mi padre es, y ha sido, un escritor —lo recuerdo incluso desde fechas en las que no me quedaba tan claro el significado de tal título profesional: “escritor”.

Estoy al tanto, aunque no se me haya dicho explícitamente, de cómo funciona mi padre en ese papel: usualmente por la tarde-noche, cuando todos están en casa (o esperando hasta que todos estén de vuelta en casa a salvo) y siempre en la computadora de su cuarto, a veces en compañía de Pablo Milanés, otras veces de Serrat o Silvio Rodríguez.

Sabemos (anecdóticamente o míticamente, dependiendo a quién le crea) que “Gabo” García Márquez entraba en un trance de memorias de su nativa Aracataca, Colombia, y las mezclaba con una realidad que no podía conciliar; o como Jorge Luis Borges, al perder la vista por ahí de sus treintas, escribía respecto a sí mismo como “Borges literatus” o “Borges rex”, quien vivía la vida que Borges, el autor, ya no podía vivir.

“Hechos” que, me parece, dan validez a la creencia de que sí existen tales distinciones. Y cómo dije, yo creo que lo sé porque también funciono de manera distinta en cuanto a la creación literaria.
Ahora, permítame decirlo antes que usted vocalice lo que ya pensó: Yo no soy un autor como otros lo han sido. Sin embargo, me paso el día, gran parte de la tarde y a veces la noche, escribiendo.

Tengo cuaderno tras cuaderno lleno de garabatos (casi ilegibles) y mi computadora, en conjunción con unas tres USBs, llena de archivos distintos; hasta una máquina de escribir hay en mi departamento, por aquello de los apagones o que se fregó la computadora.

Pienso que es individual, ya que no me siento con una predisposición a la poesía lírica, la escritura mecánica, la crónica o la biografía. Yo escribo lo que nace de mi ser, y la verdad es que como el nacimiento de la vida misma, el nacimiento literario es único.

Escucho frases o las leo y dan pie al deseo de “querer escribir algo”; en ocasiones son nombres o palabras las que me dan un brote de inspiración.

Por ejemplo, leí una vez cómo una persona insultaba a otra en el feisbuk y, por ende, terminó una idea a medias formada en mi cuaderno y computadora: “Apóstata nuestro”.

En otra ocasión alguien me dio un “título” —en calidad de broma— para algo que estaba escribiendo (que lamentablemente no embonaba lo dicho con lo que ya había escrito), pero lo que resultó fue la letra de una canción para una banda en la cual tocaba cuando vivía como adolescente en Hermosillo: “A worm’s poem” (pídala en RadioSonora).

O las dos historias que me consumen actualmente, ambas “provistas” por terceras personas: el diario de una mujer en el sur de California, y la vida de dos profesionales, masculino y femenino, compitiendo en el valle de San Gabriel, Cali. La primera nacida por parte de un guitarrista xenofóbico de Boston, Massachussets, y la otra provista 50% por mi esposa y 50% por los Expedientes Secretos X. Yo nada más lleno los espacios.

Curiosamente, ambas sin terminar aún.

¿Qué si por qué? Pues porque ahí se puede lo que en otros lugares no. Así de pelada.

Ahí no soy lo que he sido, puedo ser lo que nunca he sido, visitar lo que nunca he visitado, conocer lo que no conoceré. Es una gratificación interna pacífica. Trátelo.

Es en la literatura que encontré, primero en mi niñez, la certeza de que las ideas son únicas y distintas, y que el progreso se ve siempre atentado por las barreras de la envidia o el miedo (la historia del profesor Dignísimus Zipper y la banda Nube Líquida —gracias a la Colección Botella al Mar).

Me ayudó a entender primero que hay mucho más en el mundo de lo que he visto, puedo ver y he palpado, y a la vez encontrar un lugar donde yo puedo permanecer y ser quien soy internamente, no solamente la imagen que la sociedad espera que seamos.

Creciendo en México me ayudó a entender que quizás mi visión de las cosas era diferente pero no porque fuese malo, prepotente o ignorante, sino porque la diversidad existe y personas han existido antes de que yo existiese. Me ayudó a entender que en realidad no era un subversivo, un anarquista, un satánico o un pervertido: simplemente era un individuo en un planeta de más de 5 mil millones de seres.

Viviendo en los Estados Unidos, fue la literatura la que me ayudó a no sentirme alienado, solo, extraño en una tierra donde para todos era un ilegal (no obstante mi acta de nacimiento), a quien se le pedía volver a su tierra de origen (¿Arizona?). Me ayudó a sentirme no nada más como una persona color café más en los Estados Unidos —ya que el conocimiento de no ser anglosajón es constante y uno tiene que aprender a sobrellevar el mismo en un país donde hay tanto hincapié en lo que consiste ser “la mayoría” y “una minoría”.

En fin, tanto el leer lo que otros dijeron, como el escribir lo que sentía y no había expresado, me han abierto los ojos a posibilidades de libertad literaria que —para bien o para mal— no existen en el mundo físico de los humanos.

Donde antes era un color mundano más, en la hoja de papel podría ser cualquier cosa. En la hoja de papel, han demostrado aquellos que saben más que yo, se puede ser, se puede expresar, y la permanencia de las ideas puede ser alcanzada.

Por eso me gusta leer. Por eso me gusta escribir.

Pero no nada más eso.

Por eso me apasiona leer. Por eso me apasiona escribir.

Trátelo.

 

El Alí. No soy de donde vivo, ni vivo de donde soy; pero si pienso lo que digo, puedo decir lo que pienso.


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