Urantia: Veneros

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Miguel Manríquez Durán
Me tomó toda una vida: poco más de cuatro décadas pensando el asunto de la cultura. Pero, ¿cómo comenzó todo?: Después de ese largo viaje, pienso en ésta como el mejor ingenio para entender las formas en que el hombre interacciona con otros hombres y con la naturaleza. Pensar al hombre sin la naturaleza es renunciar a su voluntad de intervención, a su antigua vocación por encontrar resonancias de su origen y destino en el mundo circundante. Por si fuera poco, también habito el norte mexicano y, mejor aún, mi agreste región es yermo paraíso. Lo sabemos bien: las tierras bárbaras siempre tienen lugar para los hombres que trazan portentosas culturas y magníficas ciudades en la vastedad desértica. En esa reverberante arena silenciosa, el hombre apacienta su manada y comprende que ahí está la vida y la muerte. Reconoce que la desolación y el abandono reinante no es sólo geofísico, sino simbólico y por ello da cuenta en el arte y la literatura, en la palabra y la imagen, en su percepción del mundo de la vida. La intensidad que las culturas del desierto poseen radica en que el entorno condiciona la experiencia de sus habitantes.

Los veneros de estas percepciones tienen su raigambre en mi historia de vida: un ethos que me permite fluir hacia adentro (influido, dicen algunos), i.e., una identidad. Un sentido de pertenencia compuesto tanto por mi mundo personal, así como por los mundos posibles levantados en la experiencia cultural: “El hombre hace mundo, fabrica mundo constantemente, y hemos visto que mundo o Universo no es sino el esquema o interpretación que arma para asegurarse la vida”. (Ortega y Gasset, dixit). Soy un mundo anclado a las palabras simple y sencillamente porque desde muy niño escuché otros sonidos, otros lenguajes: el de los puertos siempre abiertos a las culturas extranjeras. También habito una frontera: en mi región termina Latinoamérica frente a un xenós con orígenes muy distintos: anglosajón y, por si fuera poco, el québécois: español, inglés y francés más las lenguas originarias de Sonora conforman un mundo muy ancho y complejo.

Este reverbero es la conjunción de la erizada naturaleza, el desarrollo civilizatorio y las voces internas que me pueblan desde siempre. Muchos decidimos quedarnos en esta matria. Locos por el sol e intoxicados por el violento y natural contraste entre el mar, el desierto y la montaña, sabemos de un mundo miserable, desolado y resplandeciente, un mundo vacío que no está vacío de ningún modo, un mundo ausente y presente. Esa es la paradoja que la barbarie nos otorga culturalmente: ser todo y nada, sombra y luz, muerte y vida, amanecer y oscuridad, estancia y destierro, vértigo y arena, infierno y paraíso, calor y frío, ausencia y presencia por la espaciosa sequedad fermentada, silenciosa y lumínica. Cuando el hombre del desierto se escucha a sí mismo, entonces se sabe “parte prohibida de la tierra: fuego, arena, soledad. Soy el que sabe de cierto: el desierto”.

Desde hace décadas soy muchos. Así aprendí que soy porteño, latinoamericano, norteño, indio y fronterizo inmerso en históricas geografías de poder. Vivimos en interacción cotidiana con el país vecino, dependencia y subordinación entre ambos lados de la frontera. En otras palabras, habito un espacio geográfico en permanente redefinición que cambia aceleradamente todos los elementos que la constituyen con efectos culturalmente conflictivos. En las extensas provincias limítrofes, ocurren dinámicas culturales de exclusión e inclusión tanto en la comunidad como frente a otras culturas por lo que la identidad latinoamericana tiene la característica de la confrontación permanente con la cicatriz de la desigualdad: por un lado, aquella forma de vida fincada en el desarrollo tecnológico y de “identidad de prestigio” y, por otra parte, una forma de vida basada en las relaciones de dependencia: afirmación de la diferencia como marca de nacimiento.

Me tomó una vida aprender a vivir muchas vidas. Tengo el privilegio de construir, disfrutar y aprender una máquina perfecta que algunos llaman cultura pero en realidad es un arcaico rumor que nos conduce a comprender la eternidad del instante y la grandeza de ser nosotros: los de siempre.




* Mural “Nuestras raíces”, de Raúl Ruíz y Marlen Loss, edificio de posgrado de El Colegio de Sonora.

Miguel Manríquez Durán. Poeta.


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