El color de las amapas: Los aviones

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El avión se parece a un milagro, pero va tan rápido que uno llega con el cuerpo solo
y anda dos o tres días como un sonámbulo, hasta que llega el alma atrasada.
Gabriel  García Márquez

 

Por Ignacio Lagarda Lagarda
Todos, a lo largo de nuestra  vida, hemos tenido de alguna u otra manera, alguna relación con esos maravillosos aparatos inventados por el hombre; que además de llevarlo de un lugar a otro a velocidades vertiginosas, le han cumplido uno de los sueños que hasta ahora no ha podido realizar por si mismo: volar. Me refiero a los aviones.

El recuerdo mas remoto que tengo de los aviones me lleva hasta mi infancia en San Bernardo, ese pequeño pueblo aún desconocido, perdido en las estribaciones de la Sierra Madre Occidental, en el municipio de Álamos, Sonora y que desde mucho antes de que los descubrieran, ha servido como puerta de entrada a la nación de los indios “guarijíos”.

Durante las calurosas noches de verano, acostados boca arriba sobre los catres de “jarcia” acomodados en línea en el patio de la casa; y ante la ausencia total de otro medio de entretenimiento, los hermanos competíamos entre sí, observando con detenimiento la bóveda celeste, para ver quién podía distinguir, entre las luces que se movían en el firmamento, cuál era un satélite o un avión. Quien lo lograba primero, era el ganador indiscutible. En caso de una disputa entre los concursantes, la juez era nuestra madre, quien según yo, tenía una habilidad especial para distinguir entre un objeto y otro, adquirida por sus  años de hacer lo mismo durante su infancia, allá en Sahuarivo, el rancho donde se crió, que se localiza en lo mas alto de la sierra chihuahuense y por lo tanto, los había visto desde mas cerca. Ella nos explicaba que esos aviones venían de lugares remotos y viajaban a otros aún más y que para los aviones era lo mismo viajar de día que de noche, ya que en el cielo no había nada que los perturbara. Yo hacía todo lo posible para imaginarme, quienes eran aquellas personas misteriosas que viajaban de esa manera y a qué iban a lugares tan lejanos. A veces, se nos atravesaban en el firmamento, unos objetos brillantes que caían a velocidad vertiginosa hacia la tierra y se perdían de pronto,  sin mayor aspaviento. No eran ni aviones ni satélites, eran estrellas fugaces.




Ahora, cuando viajo en un avión de ruta durante la noche, invariablemente me asomo por la ventanilla y miro hacia abajo para imaginarme que allá, en el fondo de alguna cañada, hay algún niño que se hace la misma pregunta que yo.

Hacíamos el ejercicio con tanta frecuencia, que ya sabíamos por que lado del cielo salían algunos y por donde salían los otros. Entendí después que los aviones no viajan por el cielo erráticamente, lo hacen en forma ordenada, viajando por una especie de autopistas imaginarias a diferentes alturas, que en el argot de los pilotos se llaman rutas de vuelo.

Recuerdo también que mis mayores hablaban de un hecho sucedido muchos años atrás en la sierra: la tragedia del Rancho Quemado. Un avión que intentaba aterrizar en la pista del rancho, se estrelló en un promontorio de rocas al inicio de la pista y en el accidente murió Francisco Kier Byerly; un norteamericano que había construido el majestuoso rancho. El accidente aéreo causó un gran impacto en la región, tanto que muchos años después se seguía recordando constantemente.




Una mañana cualquiera de un día de verano, vi sorprendido como prácticamente todos en el pueblo  salían de sus casas en tropel, corriendo a pié, a caballo o arriba de los dos únicos carros que había. Se encaminaban a la “plaza de arriba”, que así se le llamaba a la parte sur del pueblo,  donde estaba lo que los niños identificábamos como “el aterrizaje”. Un llano largo de forma rectangular y despoblado de árboles que siempre estaba lleno de animales pastando y que yo solamente había visto que ahí; para festejar los días patrios, se realizaban las carreras de caballos. Una vez en el lugar, los pobladores se apostaron a ambos lados del llano; como lo hacían cuando había carreras, mirando todos fijamente hacia el cielo con rumbo del poniente, hacia donde estaba Navojoa.

-Viene el avión,  dijo uno de los lugareños – ya le avisaron por radio a Don Gilo. Así se le conocía a Don Hermenegildo Sáenz Cano, el comerciante rico del pueblo, dueño además del avión y que tenía un radio transmisor de baterías en la oficina de su tienda, donde recibía información de cuando iba a llegar el aparato.




No pasó mucho tiempo cuando de pronto, vi a lo lejos un puntito negro en el cielo que luego fue tomando forma hasta distinguir por completo lo que era. El aparato majestuoso pasó por encima de nosotros y alcancé a distinguir la cabeza de los que iban adentro. Se dirigió hasta el extremo final del aterrizaje y dio un giro de ciento ochenta grados  dirigiendo su figura hacia el extremo lejano de la pista. Bajó lentamente, poco a poco hasta que logró tocar tierra con un estruendo y levantando una polvareda. Avanzó por la pista como si fuera un carro, pasando a gran velocidad por enfrente de los espectadores hasta llegar hasta el otro extremo de la pista, dio una vuelta completa sobre sus llantas y regreso hacia nosotros muy lentamente, mientras que la hélice levantaba una gran cantidad de tierra. Llegó al final, dio una vuelta completa y regresó despacio emitiendo un sonido ensordecedor. Se detuvo por completo y ya de cerca pude distinguir a un hombre en la parte de adelante y a dos mujeres, cuyos rostros aparecían  en las ventanillas traseras contemplando estoicamente a la multitud. De pronto se abrió la puerta delantera y vi la figura de un ser corpulento vestido con un pantalón de gabardina color caqui y una camisa impecablemente blanca: era Martín Vucksinich Palomares, el piloto que realizaba todos los vuelos entre los pueblos de la sierra llevando y trayendo gente sana y enferma y mercancías que con el tiempo llegó a ser el piloto más experimentado de toda la región, tanto, que la gente  decía que Martín era tan buen piloto “que podía aterrizar en una moneda de veinte centavos, y le sobraban diez”. Martín caminó unos pasos hacia el gentío, y se encontró con unos enviados de Don Gilo, con quienes intercambió unas palabras y se regresó al avión,  abrió una portezuela trasera y bajo algunas cajas de cartón. Conversó un rato con los lugareños y a una señal con su brazo indicó que se iba. Encendió de nuevo el motor, dio un nuevo giro intempestivo poniendo la cola del avión hacia la gente, desprendiendo una increíble nube de tierra que dejó a todos cubiertos de polvo. Se enfiló de nuevo hacia el final del llano, el motor rugió ensordecedoramente y rodó de nuevo hacia nosotros. Para cuando pasó por enfrente de la gente ya empezaba a elevarse, pero pude ver de nuevo la figura del piloto  que con gracia nos decía adiós. Se elevó hacia el poniente y luego dio un giro completo de nuevo para enfilarse hacia el oriente, hacia lo profundo de la sierra madre, hasta perderse en el horizonte. Alguien dijo que iba a Chínipas, Chihuahua, a dejar a las mujeres que lo acompañaban.




Muchos años después, cuando escribía un libro, me vi en la necesidad de contactar por teléfono a Martín para que me contara su versión de la historia que escribía, al contestar le dije, Martín, te estoy buscando desde que soy un niño, y él, con la serenidad de un anciano me contestó: y yo te estoy buscando desde hace tiempo porque he leído todo lo que has escrito. Se me hizo un nudo en la garganta. Hoy en día, desprovisto con el tiempo de la facultad de volar, mata el paso de las horas viviendo del recuerdo de sus vuelos. Martín fue el piloto mas experimentado de la región que voló, más que nadie, por todos los cielos de la parte sur de la sierra de Chihuahua, aterrizó y despegó en todos los pueblos, ranchos y lugares descampados. Nunca sufrió un accidente que lamentar.

Fue la Semana Santa del 73 cuando en la playa de Las Bocas de Navojoa, volví a ver un avión de cerca, pero esta vez no solamente pude tocarlo sino que pude volar en él.

Mi inolvidable primo Mayo Figueroa Lagarda; quien no sé porque virus ancestral adquirió desde la adolescencia una pasión desenfrenada por volar, me pidió lo acompañara al “taste” del balneario, a tratar de pasearnos en unos de los aviones cuyos pilotos ofrecían paseos cortos pagando una cuota. Obviamente no teníamos dinero pero para ganarnos la confianza de los pilotos y el derecho a un paseo, pasamos tres días enteros haciendo el trabajo de ayudantes, lavando los aviones, ayudando a cargarles gasolina, El último día de la semana y a punto de caer la tarde, recibimos nuestra paga: nos darían un paseo en el avión. El piloto comisionado era tan bajito que tuvo que poner un almohadón en el asiento para poder ver la pista desde la cabina. Finalmente pude realizar mi sueño de subirme en un avión, el mismo que años antes había visto bajar en San Bernardo. El vuelo duró solo unos minutos pero a mí me pareció que le había dado la vuelta al mundo. A partir de entonces la pasión de Mayo por volar se volvió una enfermedad, tanta que en el patio de su casa construyó una cabina de avión de madera y cartón y leyó cuanto libro sobre vuelos pudo conseguir, que aprendió a volar un avión desde el suelo sin haber ido nunca a una escuela.




Cuando Mayo terminó la preparatoria, realizó todos los trámites habidos y por haber para ser aceptado en la escuela del aire de la Fuerza Aérea en Zapopan, Jalisco. Un impedimento físico de la infancia le impidió ser aceptado. Habló con el Gobernador del Estado para que le ayudara y tampoco pudo inscribirlo, lo intentó con el General Roberto Salido que era nuestro tío y tampoco lo pudo inscribir, pero lo consoló invitándolo a la mesa de honor en la ceremonia de graduación de los pilotos del ejército mexicano.

No hubo poder humano que le impidiera ser piloto. Logró inscribirse en una prestigiada escuela particular de vuelo en Chihuahua. Se graduó con honores y una tarde mientras completaba sus horas de vuelo por el cielo de Rosales, Chihuahua, el motor se le apagó de pronto y se estrelló en una parcela agrícola en las inmediaciones de la escuela donde su hermano Salvador era maestro de primaria. Reconocieron su cuerpo por el anillo de graduación que llevaba en sus manos y que quedó intacto como prueba de que quien lo portaba era un piloto graduado. Desde entonces, relaciono el vuelo de los aviones con el dolor de perder a un ser querido y de la promesa infantil de mi primo Mayo de que cuando fuera piloto me llevaría gratis a cualquier lugar que yo quisiera, por más lejano que fuera. No pudo cumplir su promesa, pero siempre que vuelo a un lugar lejano, me encomiendo a su ánima.




Empecé a volar de manera regular en avión de línea en 1988, y he tenido el privilegio de viajar en ellos a muchas ciudades de México y a algunos países de América y Europa, por lo que viajar en ellos se ha vuelto para mí, algo natural. Pero cuando he ido volando de noche sobre el inmenso océano, me hecho siempre la misma pregunta: ¿Cómo es posible que cuando era niño, veía a estos aparatos y sus pasajeros como algo tan lejano y ahora soy yo quien viaja en uno de ellos, tan lejos de San Bernardo?

Hoy en día, no obstante el haber realizado vuelos tan lejanos en avión, aún conservo un sueño sin cumplir: volar en una avioneta y aterrizar en la pista de San Bernardo; como lo hizo Martín cuando yo era niño. Tenía la esperanza de que Mayo cumpliera mi deseo, no se pudo, pero estoy seguro que algún día podré lograrlo. Si no lo logro, mi deseo es que cuando muera, incineren mi cuerpo y desde un avión esparzan las cenizas sobre mi pueblo.




 

*Ignacio Lagarda Lagarda. Geólogo, maestro en ingeniería y en administración púbica. Historiador y escritor aficionado, ex presidente de la Sociedad Sonorense de Historia.


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Un comentario en "El color de las amapas: Los aviones"

  • el 15 enero, 2018 a las 9:24 pm
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    Hola Nacho, gracias por compartir tus tan bonitos recuerdos y tus emociones, Conozco y admiro a Martín CPA, en la aviación de Navojoa cantidad de veces me tocó, al ir a dejar a mi suegro; escuchar los excelentes comentarios de los viajeros sobre su persona y su experiencia.
    Existe un corrido, dedicado a Él.
    Saludos.

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