miércoles, octubre 23, 2024
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Mamborock: De mochila al mar

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Por Carlos Sánchez
No tenía límites la euforia. Construíamos proyectos. Pactábamos en instantes. Un día nos trepamos en un tren. El viento en nuestro pelo, el paisaje era el desierto. El destino la frontera.

Así de fácil. Limpiábamos carros, o ya con la experiencia que nos había enseñado don Beto en ese taller donde nos empleamos como ayudantes, atentos mirábamos descender a los conductores de los carros. Nos acercábamos y de pronto movíamos la puerta del auto. Definitivamente los bujes de los pasadores tienen juego, si no se los arregla pronto esa puerta dejará de abrir.

El Jonás tenía destreza en las palabras. Un montón de chambas nos aventamos en el estacionamiento del super. Era fácil, sólo le metíamos un retaque de aluminio al buje y la puerta cerraba como refrigerador. Antes de caer la tarde la brújula se decidía en un volado. Cualquiera que fuera la propuesta ganadora, la realizábamos con un viaje.

Tocó el turno a la playa. El Jonás y yo ya nos veníamos preparando. Porque sería el viaje de nuestras vidas. Encontraríamos la diversión y acamparíamos como aventureros. Creo que las historias de cazador que nos contaba mi padre, fueron influencia para alimentar el deseo de ese viaje.

El Jonás otra vez con su habilidad. Por cada cinco charolas que limpiaba, en la panadería del Pepín, le regalaban un costal de harina. Era de nylon con una fibra impenetrable de humedad.

Con el mismo hilo de los costales, y una aguja, el Jonás confeccionó la casita de campaña más perfecta que he visto en mi vida. A los quince años no hay imposibles. La casita tenía como flejes retazos de carrizos. Un compartimento que fungía como sanitario y baño. Y la nobleza de armarla y desarmarla en menos de dos minutos. Obviamente, puertas pares y dos ventanas.

Tomamos el camión que nos dejara a la salida de la ciudad. Hacia el poniente iniciaba el camino hacia esa playa poco explorada. Mi padre nos dibujó un mapa y con paciencia nos fue indicando punto por punto el lugar donde podríamos acampar. A un lado del acantilado, allí donde pocos han pisado, donde la arena es tan tersa como el rostro de una muñeca de porcelana.

Ya encima de la carretera, el conductor de una troca atendió nuestro llamado, esa señal con el pulgar al viento que significa un aventón. Subimos en la parte trasera del carro. Había una hielera con cervezas y refrescos. Jonás tenía la costumbre de usar los dientes como destapador.

En el trayecto conversamos sobre la agenda de fin de semana. La pasaríamos fenomenal. La caña de pescar, también artesanal desde las manos de Jonás, estaba presta y esperaba por las mejores especies marinas. Desde la casita, allí adentro, mientras escuchamos la radio, la caña hará sola su trabajo para traernos de comer. Sus palabras eran convincentes. Y tenía la historia como argumento.

Dijimos adiós al hombre generoso de la camioneta. Caminamos aproximadamente un par de kilómetros, entre cactos y dunas, entre el sol y la sombra que construyen los sahuaros. Era el paraíso. Un viento fresco nos acariciaba la cara. Caminábamos entonando rolas aprendidas en la infancia, esa de Que chula rama, por ejemplo. El Jonás desentonaba, el canto no fue su virtud.

A un costado del muelle, atrasito del esqueleto de lo que años atrás fue un barco, encontramos el punto que mi padre nos indicó. La arena se convertía en el fin del acantilado, el mismo que iniciaba en lo más alto de unas rocas. Mientras instalábamos la casita, vimos rondar un halcón. Las nubes ya se dibujaban y nos hacían más emocionante la luz del día.

Como millonarios, como gringos retirados de la guerra de Vietnam. Todos los poderes. Con el termo presto para servirnos el café, o bien con la mochila dispuesta y extraer unas latas de sardinas mientras la caña nos avisaba el jalón del pez.

Pusimos una bandera de color azul, porque también el blues era nuestro ícono. En ese tiempo escuchábamos a Clapton, Janis Joplin, B. B. King.

El Jonás extrajo de su mochila la radio de onda corta. Sintonizó de volada una radiodifusora gabacha, lo supimos por el lenguaje con el que hablaba el conductor, con ese inglés medio masticado que ejercía el Jonás, me tradujo y dijo que desde Sacramento California estábamos escuchando Radio Brother y que ya el conductor prometía música sin cortes comerciales.

Estábamos allí, con el carrizo convertido en caña, con el sabor de la sardina en los labios, con la música dispuesta, una rola tras otra, como si alguien de los dos cumpliera años y la vida nos complaciera con canciones. Así es el destino argumentaba el Jonás, tú no sabes pero a lo mejor el programador es adivino y sabe que rolas nos gustan.

En eso estábamos cuando los vimos venir. Era un grupo de muchachos. Sentimos el agua sobre la fiesta. Valiendo verga, acotó el Jonás. Tranquilo, sugerí. Se instalaron, uno de ellos, el más fortachón se nos acercó para pedirnos unas pinzas.

Nosotros en lo nuestro, con rolas y la mar.

De pronto el mismo fortachón nos abordó y sugirió que le bajáramos a la música, que si pretendíamos pescar, con ese ruido tan alto sería imposible. Los peces con sus sensores intuyen la alegría, y eso les abruma. El silencio les puede ser más útil.

Acatamos. El de la sugerencia, que lucía un pantalón corto, camiseta sin mangas, se sumergió en el agua, llevaba un pedazo de metal en la mano. Lo vimos nadar, y de pronto emerger sosteniendo en su mano una mantarraya que lucía como una presea olímpica.

Sin pensarla nos avocamos a él. Le preguntamos cómo lo había hecho. Nos contó sobre un libro que su padre le leyó en la infancia. Allí aprendí como le hacen los náufragos para sobrevivir.

Luego el fortachón nos regaló su presea, pueden cocinarla, nos dijo. El Jonás en su destreza para cocinar, en silencio y como era a veces, encendió una fogata, sacó el sartén, construyo una salsa con tomates, cebollas y chiles verdes. Nos alcanzó para la tarde y la noche. Comida y cena. Invitamos al fortachón.

Al ir comiendo supimos que teníamos buenas compañías, que la amistad nacía también de sorpresa, que este era un regalo postergación de la lista de canciones que fuimos coleccionando en la memoria como un tesoro desde una estación de radio gabacha.

La fogata se postergó hasta el amanecer. Si digo que hubo canto y baile, si presumo que fraternizamos con los vecinos de al lado, tal vez sería un dislate o contra nostálgico. 

Lo que sí debo decir es que dos días después regresábamos a la ciudad en el mismo carro en el que nuestros vecinos llegaron a la mar. No hubo final trágico, cantamos canciones, bailamos en derredor de una hielera. Aventamos una botella al viento, como acto simbólico al fundar la amistad.

 

 

http://mamborock.mx


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