Luces y sombras: Me declaro inexistente, ornitorrinco y agradecido

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Por: Armando Zamora
Armando ZamoraHoy, según pronostica el Martín Guarrón, el termómetro andará rondando los 40 grados celsius a la sombra. Ante ello, permítame usted, amable lector, declararme un poquito inexistente, o de al tiro un ornitorrinco. Lo que suceda primero.

Me declaro inexistente. No al grado de mi querido Sergio Valenzuela, quien en una épica borrachera salió con aquello de: “Técnicamente no existo”, y luego se sirvió otro trago de vodka directo frío, cual si trajera un moscovita dentro de las lonjas.

Mi inexistencia es algo más etérea, digamos que platónica, quizá esdrújula y nostálgica. Irónicamente, por tantas cosas que no puedo ni siquiera explicarme.

Y es que bien dicen que hay veces que las palabras no alcanzan para decir lo que uno lleva por dentro, y que hace falta alma y corazón para poder abarcar lo que uno quiere expresar, lo que le late en el cariño, lo que lo empuja a seguir caminando los días con la esperanza de que el mañana será mejor.

Hay noches en que uno pide permiso al silencio para abrir el alma y echar a volar tantos sueños que se han vuelto realidad en esos seres que juegan a crecer entre el bullicio cotidiano de la realidad, esos trozos de cariño que han pasado por nuestras vidas regando vocecitas por todos los rincones de la casa, y haciendo sonar sus risas en cada trozo de sandía bajo los árboles del patio, y dejando flotar sus fantasías en cada juguete que pasó por sus manitas inquietas tan llenas de inocencia y algarabía.

Y a veces el silencio nos da permiso para agradecer a la vida por permitirnos gozar otra noche en compañía del amor para llenar el corazón con su presencia infatigable.

Me declaro inexistente, ornitorrinco y agradecido.

Bien dicen que las cosas buenas y la buena gente nacen simples y hermosas, sencillas, en medio de cualquier parte, como una flor silvestre bajo el rocío de la madrugada, y nos regalan trozos de luz para iluminar con su sonrisa los momentos de felicidad y también los de tristeza a solas, cuando la nostalgia hace temblar el alma.

La buena gente nace casi siempre de un amor que enraíza profundo y que se afianza con el tiempo y que soporta los vientos de la cotidianidad con las cosas más simples de la vida: el cariño, el respeto, la confusión bulliciosa de la armonía espiritual, los sueños, la esperanza por un mundo mejor… al menos eso dicen.

Si uno busca en la memoria, tal vez no encuentre la fecha en que se les cayó el primer diente ni el día exacto en que asistieron por primera vez a la escuela. Quizá no se acuerde de la primera muñeca que les regalamos ni de su primera carta a santa clos, pero seguro queda bien presente el frescor de la mañana del día en que nacieron y de la ansiedad curiosa que acompaña a cada nacimiento. Quizá se recuerde que la casa olía a bullicio y que la primera vez que uno tomó entre sus brazos aquellos milagros de la alegría, el corazón aleteó como ángel de la guarda.

Con el tiempo llegaron las fiestas de cumpleaños, los dientes de leche, las idas al mar, las tareas escolares, las paperas, la primera comunión, y de repente nos damos cuenta de que la realidad nos rebasa con un reloj que tiene marcha atrás, y que los brotes que cuidamos desde pequeños dieron paso a seres maravillosos que a veces no reconocemos detrás de tanta algarabía.

Sí, me declaro inexistente y un poco hastiado acaso por el paso del tiempo. Y por el calorón, claro. Pero… ¿Cómo detener el tiempo?, se pregunta uno, casi vencido por el calor y el cansancio. ¿Cómo mantener fresco el recuerdo de tantos días en el centro justo de la felicidad? ¿Cómo agradecerle al silencio la celebración mayúscula de la vida de esas miradas y esas sonrisas y esos enojos juveniles que para siempre vivirán en nuestras almas? ¿Cómo pagarle a la vida tantas sonrisas y momentos irrepetibles que nos han brindado?

Tal vez con instantes de alegría solitaria. Quizá con humildes palabras del corazón. Acaso con la sencilla confesión de amor de todos los días, el acto de fe del alma.

A veces uno se sabe si la palabra “gracias” pueda convertirse en beso, pero sería bueno intentar agradecer al sueño lo que nos ofrece en silencio…

Como sea, yo no sé cómo he llegado a la otra orilla de la noche, no sé cómo he soportado el largo viaje de las horas sobre la madera gris de la soledad y el silencio, flotando en charcos podridos por la ausencia, en dolores clavados en el vientre, en el continuo aletear de los cuervos de la nostalgia que me arrancan a jirones la esperanza con sus garras de insomnio y agonía…

No sé cómo he llegado a esta hora de la madrugada a solas, en esta inexistencia abominable, exprimiendo las naranjas resecas de la melancolía: Me declaro inexistente, tanto que no sé cómo he llegado a esta hora que habito solitario, a este silencio reposado que me fatiga el oído, a esta llaga de amargura que ensucia mis dientes y resquebraja mi aliento en tufos de cobre y aluminio; no sé cómo he sobrevivido otra noche sin escuchar los ronquidos pausados y sencillos de las almas, sin oler la fragancia a vegetales frescos de un cuerpo hinchado por el futuro incierto, sin tocar tus pies fríos en la noche alfilerada por la esperanza; sólo sé que esta piel grasosa que me cubre y estas uñas sucias por el día y este colgajo inútil que me define te extrañan como si éste fuera el último segundo del último minuto de la última hora de todos los tiempos…

Yo aquí mismo me declaro inexistente y dejo que los días laven el recuerdo de estas y tantas palabras que surgieron de la noche para formar parte de esos días que se han ido sobre las aguas del río de la memoria, de lo que hemos sido en este espacio, de lo que se queda aquí…

Echémosle la culpa al calorón por rescatar estas letras venidas de otro tiempo y volver a sentirlas una a una, como si el pronóstico fuera ya una realidad y la inexistencia pudiera salvarnos de un derretimiento inexplicable. ¡Salú!

 

 

Armando Zamora. Periodista, músico, editor y poeta.
Tiene más de 16 libros publicados, 12 de ellos de poesía. Ha obtenido más de 35 premios literarios a nivel local, estatal y nacional. Ha ganado el Premio Estatal de Periodismo en dos ocasiones.  Ha sido becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Sonora (FECAS). Una calle de Hermosillo lleva su nombre.


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