Luces y sombras: Taller donde el sol puso residencia…

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Por: Armando Zamora
Armando ZamoraAyer fue domingo. Y todo el día. Y, además, fue el primer día de la primavera de 2016. La estación más florida, ciertamente.

Dicen que los domingos son un estado del alma donde el cuerpo flota al pairo. Es un día para la reflexión. Tal vez para que el espíritu recurra a la épica, y para que el recuerdo busque un orificio en la memoria y se vaya justo al rincón donde nuestros padres se refugiaban en la resolana de las tardes a dejar pasar las horas.

Y entonces, en medio de ese sopor de melancolía, llega la escena en sepia:

A las cuatro de la tarde el olor del café colado inunda la casa: mi madre, sentada a la mesa de la cocina. Recortada su silueta en el letargo cristalino de la resolana, sirve el brebaje en tazas de peltre desportilladas por los golpes del tiempo y la nostalgia, y espera la llegada de sus fantasmas para beberse con ellos todo ese silencio infinitesimal con que se bordan las historias de familias enteras.

Acaso mi abuelo andará rondando con su tos seca de siempre que no se le quitó ni con la muerte, o mis tíos recién llegados del pueblo rumiando la soledad de sus tumbas en el panteón del olvido; o Doña Marianita, que se murió de un largo cáncer el último día de otoño, toque la puerta de la casa —justo a las cuatro de la tarde—, salude a mi madre con el afecto de toda la vida y se deshile en una charla sobre los hijos y las plantas del jardín: los rosales y las buganvillas, las petunias y las teresitas, la tierra lama de la añoranza, las esperanzas y los sueños escondidos en los rincones de la casa mientras el café se enfría frente a mi madre, callada y sola, con la mirada perdida en un punto indefinible de la tristeza, acaso esperando que llegue el fantasma mayor.

A la cuatro de la tarde, el espíritu de mi padre, hombre de contadas palabras, se asoma a la cocina en silencio y echa a rodar su mirada —tasajeada por la diabetes— por entre las sillas y el polvo de los rincones en busca de un centavo de niñez que se le quedó para siempre en la distancia de una orfandad atrapada en los dolores más profundos del alma en un pueblito de Michoacán que se desmorona lentamente, como las viejas tradiciones del respeto.

Imagino a mis padres en el sopor de la media tarde, y un jirón de mi niñez va flotando en un llanto invisible hasta posarse frente a un tazón de peltre a esperar que se enfríe un poco el café y buscar en las gavetas del pasado los panes dulces que sopeaba felizmente a las cuatro de la tarde.

Los domingos al mediodía, con el cabello relamido y la camisa olorosa a jabón de barra, pisoteando nuestra sombra en la sombra de la madre, tomábamos rumbo de la Catedral a escuchar la palabra de un dios escondido entre cientos de imágenes que nos inspiraban más terror que devoción. Al salir de la iglesia, las muchachas y los muchachos daban vueltas sin cansancio al kiosco de la plaza mientras que nosotros revoloteábamos en torno de los vendedores de hielo de sabores y de fruta picada y de fritangas aromáticas que arañaban las ganas del hambre y de la verdadera pasión divina.

También los domingos son días para la navegación cibernética, ir a la busca de amigos que uno no conoce y que jamás conocerá, salvo lo que escriben para hermanarse en el silencio. Acaso por ello, Leila Marcor, en su diario electrónico “Escribir para qué”, se pregunta —allá en Montevideo—: ¿A quién le gustan los domingos?

Y se responde: Sobre todo a los empleados públicos, pero también a los privados. Bah, a todo el que trabaje de lunes a viernes y tenga tres generaciones de parientes a su alrededor. Qué adictos a los domingos que pueden llegar a ser. Los más son los jubilados: pasan la semana mirando la tele y esperando que llegue ese gran día en que tendrán reunida a toda la familia. Día del que quedan tan cansados que necesitarán los seis siguientes para recuperarse. Y al séptimo, de vuelta: se sacuden la artritis y otra vez a esquivar a los nietos que les corren alrededor mientras juegan a cambiar los portarretratos de lugar.

Los anfitriones compran la carne, el chorizo, los panes, la lechuga. Van poniendo la leña y entonces llega el tropel: hijos con esposas, hijas con novios, la soltera a la que le preguntarán si hubo avances, los nietos, los primos de los nietos, en fin, todo el amasijo genético reunido en un culto al domingo dedicado a la cacería grupal de choris dulces o saladas.

Y si falta la nuera, ay, viene la sospecha. ‘¿Prefiere estar con sus amigas? ¿Y por qué?’, se preguntan estupefactas las tías. Deben tener algún problema, susurran, señalando al marido de la ausente que sí acudió a la cita semanal porque es un buen chico. El domingo siguiente, cuando la cuestionada nuera se presente, evocarán con nostalgia la última vez que estuvieron todos juntos. “¡Si sólo me salté un domingo!”, suspirará la imputada.

Es que los domingoadictos no comprenden que su adicción no sea contagiosa y quedan atónitos cuando se enteran de que alguien no hizo nada ese día. Pero lo que menos alcanzan a entender es que alguien trabaje ese día. “¡Cómo! ¿Trabajas en domingo?”, culpa el lunes-a-viernes, con una expresión tan acusadora que el trabajador encima de agotado se siente idiota.

Y si no tienen una gran familia, no importa. Los adictos al domingo siempre encuentran algo dominguero que hacer. Van al parque, a la rambla, visitan una exposición, conocen ese nuevo salón de té y pasean por enésima vez por la feria donde rara vez compran algo. Lo importante en el gremio de los domingoadictos es que nadie pille nunca a ninguno de ellos en sus casas: el día semanal de ocio debe dedicarse a agotadoras actividades y punto.

Los abuelos lo saben bien. Todavía tienen una pila de platos que lavar y ya se preguntan si el domingo próximo la soltera vendrá acompañada y si la nuera reticente tendrá la decencia de acudir…” Eso dice Leila. Eso dice.

Y mientras, allá afuera, en la oscuridad polvorienta de mi domingo, las horas pasan, como pasó el tiempo en la memoria llevándose la juventud de aquellos dos viejos que ahora ya forman parte de sus propios fantasmas silenciosos, sentados frente al televisor, mi madre escuchando sin escuchar con claridad y mi padre viendo sin ver cabalmente, como esperando que lleguen tiempos mejores… y la luna se cuelga del tendedero de la oscuridad como si fuera queso asadero derritiéndose lentamente en el comal del cielo nocturno…

Ayer fue domingo. Todo el día.

Silvio Rodríguez tiene una canción para los domingos, por cierto, y justamente ayer la escuché mientras el sol sonreía en todo lo alto. Domingo rojo, se llama la canción, y dice:

Este domingo es especial domingo, la vida me colmó de actividad, hoy todos los relojes sonaron a las cinco, la paja es un trajín que viene y va. Hay sorbos de café en la madrugada y toses de motores a las seis, hay risas y pañuelos antes de la mañana, hay voluntad de hacer amanecer.

Domingo, qué buen pretexto das para cantarte, tu luna ha comenzado a saludarme y parece como si la tierra fértil me esperase. ¡Oh! domingo. Domingo, taller donde el sol puso residencia, amor que sigue haciendo de herramienta y ensancha las ventanas y las puertas.

Domingo es como si no me quedaran penas, como si fuera siempre primavera, como si la sed humana no supiese de fronteras. ¡Oh! domingo. Domingo, verás crecer la vida con mis manos, cuando acaricie el sueño que yo amo, y el tiempo sea un domingo enamorado. ¡Oh! domingo.

 

Hoy es lunes santo. Un lunes que anticipa menos actividad, menos tráfico, menos apremio y, ojalá, menos tragedias. Esperemos que esta sea una semana con mucha filosofía y sin esa retórica hueca que debemos tragarnos a diario. Buena semana a todos.

 

 

Armando Zamora. Periodista, músico, editor y poeta.
Tiene más de 16 libros publicados, 12 de ellos de poesía. Ha obtenido más de 35 premios literarios a nivel local, estatal y nacional. Ha ganado el Premio Estatal de Periodismo en dos ocasiones.  Ha sido becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Sonora (FECAS). Una calle de Hermosillo lleva su nombre.


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