miércoles, abril 24, 2024
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Luces y sombras: Feliz sobrepeso nuevo…

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Por: Armando Zamora
Armando ZamoraLe decíamos Panzón. Y le daba servicio a los aeroculers. Hace muchos años, claro, cuando esos aparatos pululaban por los techos de las casas de la ciudad. Yo no sé cómo podía treparse a los techos a meterle mano a los aparatos si estaba tan gordo. “Y encima, soy diabético”, decía esbozando una especie de sonrisa ladeada y socarrona y empinándose una coquita. Pero, acá entre nos, no era buen aeroculero, porque luego le empezaban a fallar y cuando los clientes le empezaban a reclamar, mi amigo andaba como enyerbado. Sería por la panza, pienso ahora.

Yo sé que no le gustaba que le dijéramos panzón, pero no lo manifestaba. En cambio, siempre dejaba en claro a la feliz asamblea su desagrado por su otro apelativo: “el cerdo”. “Cerdo, no me llamen cerdo —decía como si estuviera cantando una rolita del Molotov—. Al que me siga diciendo así lo voy a mandar a Tonatiú”, subrayaba sin especificar bien dónde quedaba dicha región o lo que fuera.

Como yo siempre he sido muy buena onda, según ha de pensar la Khali, la jefa de jefa de los gatos del Santa Fe, para que el panzón no se agüitara por su gordura una vez le conté la historia de mi amigo Cástulo, narración de viejo cuño, por no decir antigua.

Mire usted: yo tengo un amigo sincero allá en Navojoa, que es precisamente de donde crece la palma. Se llama Cástulo (que en el dialecto mayo quiere decir: “Hombre de carrizo amarillo y silbido agudo”), pero siempre le hemos dicho Joselito porque de niño era flaco y cabezón, como el españolito aquel que a finales de los sesentas entonaba unas canciones bastante cursis con su voz de pito y que cuando salía en Siempre en Domingo nos parecía que se iba a derrumbar como las Torres Gemelas porque imaginábamos que su cuerpo esquelético no iba a poder sostener el tremendo peso de aquella mole de piedra que traía sobre los hombros, y que más que cabeza se parecía al Peñón de Gibraltar, que entonces pertenecía a España, casualmente. ¡O témpora, o mores!

El caso es que una vez, ya en edad de ayuntamiento y a mitad de una borrachera escandalosa, el Cástulo me confesó, poniendo la cara de angelito que no se acabara un plato de menudo: “¿Sabes?: Yo era un tipo amargado y triste porque tenía 29 kilos de sobrepeso. Y sufría mucho. Tú sabes: El colesterol y la fatiga; la taquicardia y los sofocos; la reducción del apetito sexual y las broncas con la vieja ninfómana que tengo; la discriminación a la hora de jugar basquetbol y todas esas manifestaciones negativas que hacen de los gorditos unos seres incomprendidos siempre al borde de la crisis. Así era yo”, dijo mi amigo antes de empinarse la treceava lata de cerveza de la tarde para después ir a servirse una orden de tacos más generosos que los que sirven en Tacos Piña’s, que es algo así como el paraíso de los feligreses de la carne asada y las papas rellenas: “Hartémonos, mi bien, en este mundo, donde lágrimas tantas se derraman…”

Yo, que tengo mirada de balanza romana, le calculé a aquel hombre de carrizo amarillo y silbido agudo una estatura de 1.75 metros; un peso corporal de 115 kilos, y una intoxicación alcohólica digna de la primera plana de diario local. Es decir, mi amigo sincero de donde crece la palma traía, a esas alturas de la labor, un sobrepeso de alrededor de 40 kilos. Ni otorgándole el beneficio de ser pesado con una balanza de changarrero, de esas que dan 800 gramos por kilo, se salvaba aquel hombre de un sobrepeso salvaje.

Podría decirse que el Cástulo, esa tarde de cheves, esa tarde loca, andaba en el borde infeliz del soponcio, pero no se le veía triste. Nada triste. Por el contrario, mi amigo sincero de donde crece la palma podría recitar el célebre poema “El más feliz de los chorritos”, aquel que comienza con el alimenticio verso “Eres el tomate de mi más tierno hotdog”, y ganarse un Óscar sólo por decirlo. Así de contento se veía. Ni Sabines y el Abigael juntos lo igualaban.

“Oye, ¿y qué pasó con aquello de que los gorditos son unos seres incomprendidos y todo lo demás?”, le solté a boca de jarro. “Ah —respondió como si acabara de descubrir la tibieza del hilo negro—, lo que pasa es que no hace mucho mi vieja me regaló un libro: “Lípido y libido, los siameses se reúnen” (Walters, Richard. Diana Editorial, México, 1988), que ha cambiado totalmente mi vida —dijo estirando el brazo derecho y describiendo un arco frente a él como si fuera Pedro Infante cantando Cien años, y después agregó—: Con decirte que a veces nos echamos hasta diez repasones a la semana. Mjú”, dijo muy fachoso el Cástulo, con una sonrisa que me pareció grasienta y soez, pero feliz. Ni modo.

Después me detalló los capítulos de aquel fabuloso libro en el que ni recomiendan dietas maravillosas ni dicen que bajará los kilos que le dé la gana sin recuperarlos jamás. No. Simplemente el libro señala, con un lenguaje científico y claro, cosa que no es muy común en estos días, que no hay mejor manera de perder peso que simple y sencillamente subirse al guayabo. Y entre más veces, mejor.

“Nada de dietas pendejas ni utilizar aparatos ridículos que más parece que te van a dejar inválido que a ayudarte a adelgazar. No, señor —subrayó mi amigo sincero—: la cosa más fácil para mantenerte como quieras y además conservar la estabilidad matrimonial es empericarte cada vez que tus feromonas se disfracen de Tarzán y que la Yéin esté dispuesta a recibir al gorilón amoroso que se viene liana por liana hasta el centro de aquellito, sin puñal, por supuesto, para no perjudicar la ocasión”, añadió con la lata catorce en la mano aquel ser redondo salido de la imaginación de Edgar Rice Burroughs.

“A mí me salvó aquel libro —dijo el Cástulo—: Me salvó del hartazgo que me producen todos esos anuncios imbéciles de individuos que creen que te están haciendo un favor con decirte que si utilizas tal aparato o sigues determinada dieta o lees equis recetario vas a bajar de peso, el abdomen se te va a poner como lavadero y las chicas te van a seguir como cochis tras el zoquete (no olvidar que el Cástulo era más mayo que el mes de junio). Nada de eso. Si la gordura no es gratuita. Uno le invierte mucho dinero y gran parte de la vida en ir redondeando la panza y el trasero. Y luego vienen estos tarados a decirte que las estadísticas dicen que los gorditos vivimos menos. Ja. Pues viviremos menos, pero nos divertimos más. Y si aplicamos lo que dice el libro del lípido y el libido, pues ¡chúpale, pichón!”, mencionó y después se fue por otra orden de tacos. A lo lejos, me pareció que se estaba convirtiendo en Tarzán. Sería que como ya estaba oscureciendo…” Y hasta ahí la historia del Cástulo.

El problema que tenía y sigue teniendo el panzón aeroculero, a quien no le gusta que le digan cerdo, es que no le gusta leer, y menos los libros que no tienen monitos, aunque decía que con frecuencia se empericaba en los techos para arreglarle la manguerita a los aparatos y desgreñar lo que había que desgreñarle al aeroculer. Pero nada de rebajas de enero.

Como sea, muy en el fondo pienso que la gordura debe ser de quien la trabaja. Y nadie tiene derecho a meterse en ese territorio casi tan delicado y peligroso como Libia y Siria juntos. A menos, claro, que tenga una orden judicial, como en las películas gringas. Ahí si ya cambia la cosa. Pero si no, pues no.

Y mire usted que —sobre todo— en este mes hay quienes se la llevan recomendando todo para volver al pasado… al menos unos tres meses atrás: si no es una dieta, es algún nutriólogo o de al tiro un cirujano plástico… el caso es que si uno está gordo ya se amoló, porque “los flacos son más sepsis”, decía mi prima Oyuki cuando todavía cabía en la talla G (ahora anda como en la Ñ).

Feliz año, amigo lector, y felices kilos. Bienvenido a la realidad.

 

 

Armando Zamora. Periodista, músico, editor y poeta.
Tiene más de 16 libros publicados, 12 de ellos de poesía. Ha obtenido más de 35 premios literarios a nivel local, estatal y nacional. Ha ganado el Premio Estatal de Periodismo en dos ocasiones.  Ha sido becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Sonora (FECAS). Una calle de Hermosillo lleva su nombre.


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