La perinola: Abrir las puertas
Por Álex Ramírez-Arballo
El mundo se ha vuelto un lugar cerrado, un espacio de puertas atrancadas en el que todos nosotros vamos de un lado a otro tratando de ser interpelado por los demás lo menos posible. Es como si hubiera un temor asumido de manera “natural”, un miedo a ser agredido por los demás. Es la sociedad del terror, la sociedad de la arquitectura de altas murallas alambradas y cámaras que parecen verlo todo: no te muevas, no te salgas del guion, no respires porque alguien lo está viendo. De todos tus actos parece haber una huella incriminatoria y no me extrañaría que muy pronto lo hubiera hasta del propio pensamiento. Se trata de un estado cuasi policial en el que nosotros mismos somos los vigilantes. Se trata de un esquema de prisión mental perfecto.
Uno puede darse cuenta de lo profundo que ha calado todo esto cuando percibimos la muerte del sentido del humor. Pareciera que la risa ha sido proscrita y nadie puede hacer ya chistes porque siempre habrá alguien que se llamará agredido y, en consecuencia, el bromista pasará de ser un impertinente, quizás, a ser un inculpado. En estos tiempos de redes sociales la “justicia” de la turba es expedita, así que muy pronto caerá sobre él el peso de una revancha carnicera. La politización de lo cotidiano es una pérdida para todos. Un chiste, la gran mayoría de las veces, es solo un chiste y como tal debería ser asumido. Las relaciones sociales han implicado desde siempre los rituales del escarnio mutuo como una práctica saludable y necesaria. Eliminar estos vínculos es socavar el basamento de la sociedad entera y entronizar una cultura de la sospecha en la que solo puede haber perdedores.
Contra todo esto hay que luchar desde la honestidad humana en su faceta más radical. Conviene empezar por bajar la espada y no suponer que todos los que nos rodean son adversarios. No lo son. Es más, la inmensa mayoría de ellos no lo son ni lo serán nunca. Reducir la paranoia es un altísimo deber histórico. Conviene abrir las puertas, dejarnos tocar, aceptar que somos cuerpos materiales y que, a despecho de nuestros monólogos interiores, no somos el centro del universo. Somos hijos del tiempo y en él vamos pasando, desdibujándonos día con día como testimonio de nuestra fugacidad. Siempre he creído que en este mundo no hay más éxito que amar la vida y vivir las consecuencias de ese amor. Esto supone más que unas cuantas frases “bonitas” o demagógicas. Amar la vida ha de suponer entender la naturaleza del dolor humano y la injusticia, aceptando dignamente la fragilidad de nuestra especie, el furor de las batallas del mundo y la tragedia del vivir tantos desvelos para llegar siempre a un mismo destino: la sepultura. Esto es incuestionable, pero en mi opinión no es necesaria la actitud desgarrada y protagónica de quienes hacen de esta verdad existencial un pretexto o una justificación de su pereza. Amar la vida es aceptarla como se aceptan los defectos de nuestra propia madre. Amar la vida es abrir las puertas para recibir lo que venga, huyendo hacia el frente, como los toros de lidia, que no evaden su destino y no cesan jamás de ejercer la belleza de sus furias. Amar la vida es trabajar y creer, no rendirse, tener amigos, creer en el poder redentor de la belleza. Si usted quiere saber lo que es un hombre feliz, observe lo que hace con sus manos, lo que dice por su boca y, sobre todo, observe bien dónde se posan sus ojos. Los corazones arruinados suelen ser como las moscas, les fascina deleitarse en la basura.
Álex Ramírez-Arballo. Doctor en literaturas hispánicas. Profesor de lengua y literatura en la Penn State University. Escritor, mentor y conferenciante. Amante del documental y de todas las formas de la no ficción. Blogger, vlogger y podcaster. www.alexramirezblog.com

