lunes, mayo 20, 2024
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Mamborock: ¿A quién le reclamamos nuestras desgracias de la infancia, nuestra desolación infinita?

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Las no respuestas. Las muchas preguntas. La revelación de un cuerpo y su historia mientras con su oralidad nos derriba los prejuicios. La cárcel tatuada en las pupilas, la profesionalización del crimen tras las rejas que de pronto son un mar adentro

Por L. Carlos Sánchez
Acudir el teatro antes de que nos indigeste la cena por tanta mortandad allá afuera. Tener la suerte de una butaca mientras las nota de un sax nos lanza dardos sutiles cargados de emoción.

Qué importante es la existencia del agua que nos aclara el rubor de las mejillas, que nos purifica las ideas, que nos salpica de realidad. Porque el agua está allí, como un elemento vital.

Y ellos también están allí, a nuestro alcance, con su respiración que se vuelven notas, aleteo de aves. Son sus personajes caídos en desgracia. Los actores que son Carmen y Daniel dan parte de su vida a esas historias que surgen a partir de la muerte.

Daniel Molina se transforma en convicto de su destino, y apabulla con palabras una pelota de básquet, la cual contiene dentro nuestros corazones. Nos los apachurra una y otra vez en el curso de su existencia provista de ausencias.

En su realidad desolada Carmen Coronado, es Medea, madre, esposa. La inocencia permanece y muta se hacia el dolor más punzante. Una llaga sin cura que le quema las manos, que le estorba en la mirada, porque carga desde su vientre y hacia al viento un manojo de carne y huesos que se oferta como la próxima víctima en las garras de la crueldad.

Que no la mate él, que mejor acabo yo, que la incertidumbre cese en la nobleza de una tina con agua. Que la purificación de la vida solo llega con la muerte.

¿Por qué acudimos a la cita? ¿Qué buscamos en el interior de Andamios Teatro? ¿Por qué un cartel que nos convoca a observar Medea y su mar de ausencias nos guiña el ojo hasta hacernos marchar hacia el espacio donde florecen voces y cuerpos?

Porque la ciudad se nos vienen encima. Porque las estadísticas incontrolables son la estridencia que nos marca los oídos como un fierro que cicatriza la piel en la espalda baja de las reses.

Etiquetados por la violencia, derrumbados, desposeídos, el teatro se nos vuelca quizá como la mejor esperanza de encontrarnos a nosotros mismos. ¿Nos buscamos acaso? Y acudimos a ese ensamble de acontecimientos que desde su filo interior nos propone Hilda Valencia con su dirección de escena.

El filo, digo, porque de pronto estamos inmersos en una tragedia griega, cierto, pero igual estamos en la versión contemporánea de esa Medea del Cerro de la Campaña que también es barrio, como bien lo ha descrito la directora en su apuesta por conducirnos al teatro que ella siente y cree necesario desarrollar.

Las no respuestas. Las muchas preguntas. La revelación de un cuerpo y su historia mientras con su oralidad nos derriba los prejuicios. La cárcel tatuada en las pupilas, la profesionalización del crimen tras las rejas que de pronto son un mar adentro.

¿Por qué delinquen los que delinquen? ¿A qué velocidad el sístole y el diástole antes de sumergir a un bebé en el agua, antes de excavar para sepultar? Estamos hechos de culpas. Estamos hechos de ironías. ¿A quién le reclamamos a los ojos nuestras desgracias de la infancia, nuestras desolaciones infinitas?

Hay una mente que afana en la búsqueda de propuestas para los otros. Desde esa premisa convoca, arma su escuadrón, se da cita en la pantalla vía zoom, luego en el terreno concreto, allí enfrentito. Se desarrolla el texto y al final nosotros frente a ellos haciendo como que entendemos cuando en realidad solamente nos dedicamos a sentir.

A sentir porque la apuesta es la ruptura, no a los lineamientos convencionales. Un sueño nos transporta a otro, luego ambos se convierten en pesadilla, y coinciden justo allí, en medio de la noche, en ese teatro donde antes hubo un patio y se lavaron los trapos sucios que ahora regresan para empaparnos de los saldos de sus derrotas.

Hilda Valencia se la rifa y tira los dardos. A nosotros nos rasga la conciencia y el silencio es mejor opción porque nadie queremos exhibir nuestras conclusiones. Andar a la vuelta con nuestros pasos, que las rutinas nos blinden de nuevo la reflexión, porque a esta hora de la noche vivir sin sacar cuentas es mejor esperanza. Huirnos de nuevo.

No volver la vista a atrás. No exponer, ni conversar. Porque la resolución de la puesta nos deja también al desnudo, en la incomprensible circunstancia de los harapos que somos.

Hay un disparo certero en la consumación de esta propuesta. Se resuelve clarito en el prefacio del montaje: La madre, hija, esposa, siempre tenderá la mano al muy impúdico hombrecito que todos llevamos dentro.

Mientras esto ocurre dibujemos nuestro barco en la pared de enfrente, justo allí donde hundiremos nuestra desgracia.




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