La perinola: La vida de toda la vida

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La verdad es que desde esta orilla las cosas parecen menos complejas y difíciles de lo que en realidad fueron. Una pandemia infectando a medio mundo con un virus potencialmente letal no es cosa menor, ni mucho menos; recuerdo todavía una conversación con un amigo científico. Especulábamos sobre el posible desarrollo de una vacuna, el conocimiento acumulado desde la década de los sesenta sobre los virus “corona” y tal y cual, cuando de pronto me dijo algo que me provocó una desazón profunda: “¿Has pensado en la posibilidad de que nunca consigamos una vacuna?” Era verdad, no había caído en cuenta de que existen virus para los cuáles no hay una vacuna efectiva, así que no quedaba más que esperar para ver si se conseguiría o no la inmunización o si al menos era posible dar con un tratamiento que redujera los elevadísimos índices de mortalidad. Era, pues, cuestión de tiempo y cuidado. Así lo hice yo con mi familia y creo que la mayoría de las personas que habitamos este pueblo.

Entonces la diosa Razón se apiadó de nosotros: el 9 y 16 de noviembre se anunciaron los fabulosos resultados de las pruebas realizadas por Pfizer y Moderna respectivamente. Fue un momento de gozo personal, celebración y bien justificado entusiasmo por los avances portentosos de la ciencia. Estábamos a las puertas de una solución definitiva al problema que durante meses nos había estado atenazando, robándonos la vida como la conocíamos y enviándonos a una semirreclusión indefinida con el costo emocional que todo aquello implicó para millones de seres humanos. Habíamos ganado una vez más como especie en la interminable lucha contra la enfermedad, ¿o no?

Muy poco tiempo tuvo que pasar, acaso horas para que la semiosfera virtual se viera inundada de propaganda antivacunas; eso es algo que no había esperado. Emocionado como estaba por ver que la solución a un problema planetario se encontraba a la vuelta de la esquina, olvidé la persistencia a prueba de fuego de todos esos imbéciles. Seguían ahí, atizando teorías conspirativas, difundiendo bulos, conminando desde sus amplificados púlpitos a cometer una locura: no vacunarse. Habiendo atravesado el infierno, esta gente, que también hubo de padecer en sus carnes los aguijones de la incertidumbre social, insistía e insiste en renunciar al milagro concebido en los laboratorios más sofisticados del mundo. Es un acto criminal que debería ser perseguido y castigado porque implica el enorme riesgo de la muerte. Es muy sencillo, no hay nada que agregar: las vacunas son seguras y todos deberíamos ponérnoslas lo más pronto posible. No es necesario decir nada más, absolutamente nada.

No es que no conociera la existencia de esta gente porque, como ya he dicho, son ubicuos e infatigables. Lo que sucede es que en esta ocasión he podido atestiguar de primera mano cómo es que su mensaje ponzoñoso ha calado en la sociedad; ahora me he dado cuenta de que personas más o menos cercanas a mí, gente con un mínimo de educación formal y que, por lo tanto, uno hubiera imaginado sería medianamente prudente, se une sin timidez ninguna al coro de la estolidez y la catástrofe intelectual. Al amparo del ruido mediático global alcanzado por la pandemia, todas estas personas se sienten justificadas y protegidas por la multiplicación de la disidencia sanitaria. No hay que pensarlo mucho, no hay que debatir con ellos, no hay que darles un segundo de atención porque son voluntariamente necios, son asnos parlantes que repiten las inmundicias que consumen en redes sociales. No les interesa escuchar o atender las razones objetivas, solo aquellas que en apariencia parecen consolidar su dogma. Es increíble lo que sucede. Es como si el apetito religioso de los seres humanos se hubiera mudado al escenario de las creencias populares debido al debilitamiento histórico de las religiones institucionales, resurgiendo a través de un misticismo rácano, mercantil y hueco capaz de seducir a millones de desencantados, incultos, aunque vehementes, buscando un sentido, una razón de ser para sus vidas. Como parte del advenimiento de estas zarandajas seudotrascendentes, un recelo pueblerino ha ido dominando las mentes de todos sus partidarios: la ciencia nos miente. No aportan ninguna prueba sólida, no entienden incluso cómo es que el método científico funciona, pero se sienten validados por la doxa cibernética de su culto, por ello es que se lanzan a rebuznar a la menor provocación, sin sonrojo alguno, incluso delante de sus propios hijos. Si hay un infierno, que ya me gustaría a mí que hubiera uno, desearía para ellos alguno de sus rincones más profundos.

Mientras tanto la vida, la vida de toda la vida parece ir reconquistando terrenos perdidos. Esto se lo debemos a la ciencia y a la sensibilidad de líderes visionarios, liberales y auténticamente demócratas que han sabido estar a la altura del desastre. Todo volverá a ser como antes, mientras tanto esta caterva de malnacidos vociferantes continuará socavando los pilares mismos de nuestra portentosa civilización. Como ha quedado demostrado, la ciencia posee ahora mismo un amplísimo arsenal de respuesta ante los embates de la enfermedad; sin embargo, la defensa de la racionalidad resulta cada vez más infructuosa porque nos enfrentamos a una paradoja: las tecnologías de información y comunicación han proveído al género humano de un poder insospechado hasta hace muy poco tiempo, el de comunicarnos entre nosotros en tiempo real a lo largo y ancho del planeta; pero hay un pequeño detalle, para hacer uso de la palabra primeramente es necesario merecerla y eso, amigos míos, es un asunto más bien extraordinario en estos días que corren.

Separador - La Chicharra

Álex Ramírez-Arballo. Doctor en literaturas hispánicas. Profesor de lengua y literatura en la Penn State University. Escritor, mentor y conferenciante. Amante del documental y de todas las formas de la no ficción. Blogger, vlogger y podcaster. www.alexramirezblog.com

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