La Perinola: Ser libres
Por Álex Ramírez-Arballo
Amo la libertad y acepto sus heridas. No es libre quien no es capaz de asumir la soledad, el rechazo y la burla; no será libre quien no haya sabido decir a tiempo no, quien no haya escogido recorrer siempre otros caminos, quien no sepa ser fiel a los designios, tantas veces contradictorios y difíciles, de su propia alma. Esto es ser libre, buscar conocer y comprender, más allá de los prejuicios y manías, el mundo que nos rodea; para conseguirlo es preciso retroceder muchas veces, enmendar la plana, aceptar con radical honestidad frente al espejo que muchas de las cosas que hemos creído, por las que incluso hubiéramos estado dispuestos a entregar la vida, son una muy grande tontería. Hacer esto y seguir andando, seguir buscando sin fatiga y sin decepciones fatales, todo esto es ser auténticamente libre.
Somos animales gregarios y el rechazo de los demás nos causa profundas llagas. Es natural que así sea porque nuestro cerebro ha sido forjado a lo largo de los años para relacionar aceptación y sobrevivencia; para los primeros hombres la repulsa de su clan era sinónimo de muerte. Eso no lo podemos cambiar ahora mismo, ni siquiera yo, que soy un entusiasta de una radical independencia de la persona frente a los demás. El truco está en asumir ese íntimo dolor como la cuota que hay que pagar para liberarnos de ese demonio atroz y deshumanizante que conocemos sociológicamente como colectivismo. La manada protege y otorga confianza vital, pero el precio de esto es demasiado alto, es una absoluta inmoralidad: negar lo que somos o queremos ser en nombre de una autoridad que reconocemos como dirigente y protectora.
Entonces, ¿por qué afanarse contraevolutivamente en conseguir mayores cuotas de independencia? Lo tengo claro, es un apetito moral. La libertad es la virtud por excelencia, la demarcación de nuestros actos y la madurez de espíritu que necesitamos para ser plenamente adultos o ciudadanos. El oficio de pensar es esencialmente el de pensarnos a nosotros mismos en el mundo, sumidos en un diálogo profundo y constante que busca sobre todo comprender el sistema de relaciones que subyace a la experiencia de la realidad. Todo es hermenéutica. Todo es querer saber desde la conciencia las causas y raíces de los acontecimientos que nos rodean y de los que como observadores-actores somos parte esencial. He vivido mi vida atado a esta idea y he tratado, sobre todo, de hacer del valor (ideal) la virtud (pragmática) de encarnar en los días de la semana esta visión del mundo.
Por eso soy liberal, porque persigo el norte ético que acabo de describir; pero también por eso mismo soy humanista, porque creo que la libertad debe ser la aspiración de absolutamente todos los individuos. En mi trabajo como profesor siempre he tratado de promover ferozmente, con el furor de un predicador del sur profundo, esta independencia. Sin ella perdemos todos porque se abre la puerta a la aparición de esos esperpénticos personajes que ejercen de líderes de la locura tribal y el empeño por hacer de este mundo un campo de batalla permanente. La independencia liberal es sobre todo de cara a estas malignas formas del poder público e intelectual, que entronizan liderazgos caciquiles pinchando los nervios más esenciales de nuestra especie: el miedo, la xenofobia, el desprecio y la inercia de rebaño. No hay nada más contrario al impulso liberal que la visión compartimentada y belicosa de las sociedades humanas; los liberales sabemos que hay un destino histórico para la humanidad, la convivencia global-planetaria. Los particularismos nacionales son siempre un contrapeso conservador y enfermo que ralentiza el progreso natural de las personas. En pleno siglo XXI y con los enormes avances tecnológicos que tenemos a mano es imposible aspirar a un orden social delimitado por pugnas cavernarias; sin embargo sucede, porque el instinto fundamental de aferrarnos a mitos cohesivos sigue ahí. La solución no puede ser otra que la educación y el combate constante desde la trinchera racional, recobrando una y otra vez los argumentos ilustrados frente a las hordas de tontos alfabetizados que en nombre de su “derecho a opinar” van por todos lados socavando los principios civilizatorios más elementales. No es tiempo de tibiezas frente a los enemigos del futuro. Cada generación de liberales ha tenido que definirse frente a las amenazas que no cesan nunca, porque la lista de aspirantes a tiranos es prácticamente interminable. Hoy mismo el salvajismo populista y su catecismo identitario emerge en el horizonte como el adversario mejor definido. Hay que nombrarlo todos los días, hay que conocerlo y hay que dar un paso al frente para desactivar cada una de sus nefastas inercias.
Por obvias razones un liberal debe estar más cerca de los movimientos progresistas, porque comparten una raíz común; pero no debe estar ahí como un aval sino como su crítico más feroz. El liberalismo tiene un peso histórico tradicional que no puede desecharse en nombre de las ocurrencias marginales de minorías empeñadas en autovictimizarse a través de un discurso tan ubicuo como desesperante. La voz liberal ha de ser la que convoca, nunca la que disgrega; pero sobre todo ha de ser aquella que nos recuerda los baremos de la racionalidad práctica, que se fundamente en los derechos humanos, la ley, la libertad de asociación política y empresarial. La contaminación ideológica nos vuelve miopes y descuidados, por eso es importante el papel al que los liberales estamos llamados: limpiar, ordenar, explicar y promover valores universales, sobre todo hoy que esta palabra ha sido cubierta por un velo de sospecha (gracias al sabotaje irracional de los neorrománticos de salón). No importa, porque la razón está de nuestro lado -y la de ellos, aunque todavía no se den cuenta-; además, contamos con armas poderosas que ellos no tienen: paciencia, creatividad, confianza y, sobre todo, una vocación a prueba de balas por construir un futuro siempre mejor para el mayor número de hombres posible. La fe liberal es acción constante, presencia y persistencia, trabajo satisfecho y movimiento decidido hacia todo el tiempo por venir.
La urgencia de los locos es su peor enemigo. Su nihilismo dramático los ciega y les impide ver que la bondad humana consiste en sembrar hoy con alegría los que otros habrán de disfrutar mañana. Todo liberal ha de ser generoso porque la libertad es un bien inagotable que entre más se reparte más se multiplica y da frutos.
Álex Ramírez-Arballo. Doctor en literaturas hispánicas. Profesor de lengua y literatura en la Penn State University. Escritor, mentor y conferenciante. Amante del documental y de todas las formas de la no ficción. Blogger, vlogger y podcaster. www.alexramirezblog.com