Seis décadas rocanroleando con Los Apson

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Juan José Flores Nava
En el anochecer de Álamos, en su Plaza de Armas, ayer sucedió lo imposible: los más viejos se volvieron ligeros y jóvenes; los más mozos (muchachos, adolescentes, pollitos) se transformaron, por su parte, en seres felizmente viejos. Los Apson —como si de hechiceros o encantadores se tratara— lograron un entrecruzamiento del tiempo en el que el pasado estuvo más vivo que nunca y el presente derramó, con alegría, intensidades ocultas, apaciguadas y hasta desconocidas.

El concierto de las 21:30 horas en el foro al aire libre más importante del Festival Alfonso Ortiz Tirado (FAOT), fue un culto a la memoria. Pero no sólo un culto a esa memoria que guarda recuerdos y palabras, cantos, sino, acaso —y sobre todo—, a esa memoria corporal, física, que es capaz de hacer sacudir los huesos, de echar a andar músculos y tendones con intensidad, de agitar el cuerpo entero y moverlo de un lado a otro al ritmo de la música que sale del escenario, en especial de ese saxofón al que Lichy García le saca vibraciones que se colocan, una y otra vez, por arriba del sonido de la banda. En la Plaza de Armas de Álamos, esta noche, incluso los más viejos bailan como unos adolescentes, mientras, a su lado, algunos adolescentes parecen portar y entender desde sus genes los sonidos que emanan de un ayer que vivieron sus padres y sus abuelos.

Los Apson celebraron, así, el sexagésimo aniversario de su fundación, que se cuenta desde que el 24 de noviembre de 1959, a las tres de la tarde, en Agua Prieta, Sonora, en la frontera con Estados Unidos, cinco muchachitos se unieron en un grupo que aún no era bautizado con el nombre que los llevaría a conocer la fama. Ellos eran Francisco Durazo en la batería; Arturo Durazo en la guitarra; Raúl Cota en el bajo; Transito (Frankie) Gamez en la voz y el requinto; y José Luis (Lichy) García en el saxofón.

Seis décadas después, el nombre de Los Apson sobrevive. Y, con él, la música que llevó a esta banda roquera y fronteriza a sacudir una escena que ya creían enteramente suya agrupaciones como Los Teen Tops, Los Locos del Ritmo o Los Rebeldes del Rock. Hoy, de aquellos cinco lepes, de aquel conjunto de cinco chamacos que el locutor Ricardo Rivas bautizara, en 1960, como Los Apson [acrónimo de Agua Prieta, Sonora], nada más queda Lichy García como parte de la banda. Al lado de él la tradición sigue gracias a Ismael García (batería), Hugo Córdova (requinto), Tony Ripalda (bajo) y Octavio Arriola (voz).

Desde que Los Apson hacen sonar la primera melodía de la noche, un hombre deja escapar sus recuerdos en voz alta: “¡Esa la bailaba cuando tenía 6 años!”, dice. Le habla a su corazón, pues aunque hay gente a su alrededor, son desconocidos: nadie lo observa. Su expresión en voz alta es para que la escuche el niño que era hace cincuenta y tantos años. Y como si Los Apson, desde arriba del escenario, lo hubieran escuchado, dejan ir la siguiente canción:

“Cuando apenas era un jovencito mi mama me decía mira hijito/ Un amor pronto has de encontrar…”.

Antes de que la intensidad siga elevándose, es obligado hacer una breve pausa. Mario Welfo Álvarez Beltrán, director del Instituto Sonorense de Cultura, les entrega un reconocimiento, por parte del gobierno del estado de Sonora, a Los Apson. Es una placa que conmemora los 60 años del grupo. Y acaso para remarcar la fortaleza del nombre que lleva este conjunto de rock edulcorado y bailable, Los Apson cantan “Popeye”, en la que nos cuentan que se trata del chico más fortachón, que éste si parece ciclón, que miren cómo quiere pelear, que nadie se le puede acercar, que es preferible no provocar al viejo lobo de mar.

Poco después Los Apson tocan, al ritmo de Bule Bule, la canción que dice “becho, becho,/ becho, becho,/ tengo un amigo/ que un baile inventó/ y mucho gustará/ y lo llamó/ becho, becho”. Mientras los ritmos alegres, juguetones, coquetos de esta rola suenan desde el escenario, no sólo la mayoría de la gente que ha llegado a la Plaza de Armas baila, sino que una pareja de perros se pone a retozar: una mordida (“becho, becho”), otra mordida (“becho, becho”); la pareja de canes corre, se mira, brinca y cae uno sobre otro (“becho, becho”); los perros se jalan la cola con los dientes, se revuelcan por el piso (“becho, becho”) y, a su lado, una guapa mujer de la policía estatal mueve discretamente las caderas en tanto que su compañera, también guapa, mueve los labios cada vez que se oye “becho, becho/ becho, becho”.

Nadie quiere quedarse fuera de este jolgorio que es cada vez más intenso. Y cuando digo nadie, es nadie. Tony Ripalda (bajista de Los Apson pero también quien dirige los ánimos del público desde el escenario) pregunta: “¿Aquí no hay ningún apache?”. La gente responde con un poderoso grito. Y Los Apson empiezan a contar la historia de aquel que un día se lanzó a la caballería, pero que al llegar a su primer enfrentamiento, temeroso, suplica a sus enemigos: “No señor apache, no vine a pelear; oiga señor apache, vamos a pactar; si usted quiere me puedo ir, pues tengo una cita a las seis, y no me gustaría llegar, ni muerto ni rapado como usted me va a dejar”. La historia termina cuando la música se va a apagando mientras en el aire quedan los sonidos de apache que la fantasía hollywoodense nos enseñó a hacer con la boca y la mano bloqueando y desbloqueando el ulular de guerra que, se supone, lanzan los salvajes, quienes no entienden razones como el indio Toro, escudero del Llanero Solitario. “¡Aúúúúúú!”, ulula una niña de brazos. Y le sonríe, contenta, a su madre.

Pero todavía falta mucho. Los Apson han vuelto a Álamos, esta noche, para complacer a su público: adolescentes, jóvenes, adultos, viejos… Todos cantan y bailan de acuerdo a la intensidad de la canción (y a las posibilidades que su cuerpo les da): en parejas, en grupos, en solitario; al pie del escenario, bajo los portales de la calle Benito Juárez, en las esquinas de la Plaza de Armas. “Fue en un café”, “Susie Q”, “El cartero”, “Cuqui”, “El último beso”

—¿Qué le parecen esta noche Los Apson? —le pregunto, siguiendo el manual del periodismo de los primeros semestres de la universidad, a un hombre solo y muy maduro que medio baila, pero que canta con intensidad. Me mira con profundo desdén. Da un trago a su lata de cerveza light que lleva en la mano y, desde la más profunda sinceridad de su aliento alcohólico, me dice en el tono más amable posible:

—¡Qué te voy a estar explicando! Ahorita no estoy en el tono para hablar de eso. Es la celebración. Yo bailé todas estas canciones, en mi época, allá en los años sesenta, en las mejores discotecas de Las Vegas. ¡Porque yo viví en Las Vegas!

Mejor miro de nuevo al escenario. No sé si alejarme, quedarme o despedirme. Pienso que lo mejor es dirigirme a él para agradecerle y marcharme. Pero el hombre se ha ido. Reflexiono en aquello que me ha dicho. Hoy, con Los Apson, es noche de celebración. Me quedo donde estoy parado. Y discretamente empiezo a mover la pierna derecha, luego la izquierda también se desentume, y de un momento a otro me hallo (eso sí, discretamente) bailando.

—¡Vamos a rocanrolear! —grita Tony desde el escenario.



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