Imágenes urbanas: Fin de curso
Por José Luis Barragán Martínez
Toda la colonia estaba reunida en la explanada de la escuela primaria, mesabancos y sillas formaban un cuadro en el encementado de la cancha de básquet y vólibol, los fotógrafos a la expectativa con sus cámaras, las personalidades en la mesa de honor, y los alumnos del sexto año bailando el vals con que se despedían de aquel lugar en donde habían pasado su infancia e iniciado la adolescencia, allí donde habían aprendido de la vida, a leer, escribir y sacar cuentas.
Uno, dos, tres, y media vuelta; uno, dos, tres, cuatro, cinco, y vuelta entera, tenían los pasos contados, habían ensayado durante semanas, sus rostros estaban entre tristes y alegres, tristes por los amigos que dejaban, y alegres por los que irían a reencontrar en la secundaria.
Pero entre aquel grupo de jóvenes había un rostro molesto, sus pies seguían como autómatas el ritmo de la música, estaba resentido, muy resentido, ¿la razón?
Resulta que dicha primaria tenía un equipo de futbol que nunca había logrado figurar en el torneo interescolar, y justo en ese último año un chamaco de otra escuela que era un verdadero Maradona con el balón se había cambiado a la suya, lo pusieron en su grupo y gracias a sus goles se logró el codiciado triunfo.
La Dirección de la escuela no solo le hizo un homenaje sino que también le dieron el diploma como el mejor estudiante del grupo aunque difícilmente supiera la “o” por lo redondo.
Por eso andaba molesto, porque desde el primero hasta el quinto año los diplomas habían sido para él, porque él estudiaba, se quemaba las pestañas por las noches haciendo tareas, y ahora el reconocimiento había sido para un goleador, ¿de eso se trataba la vida? ¿tienen más mérito las patadas que los libros?
Mientras, el vals seguía su ritmo: Uno, dos, tres y media vuelta; uno, dos, tres, cuatro, cinco y vuelta entera.
*Por José Luis Barragán Martínez, colaborador
– PUBLICIDAD –
