El día que no debió ser jamás

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Por Álex Ramírez-Arballo
Soy Julio César Márquez Ortiz: mexicano, sonorense y originario de Hermosillo. Tengo cuarentaiséis años, casado desde hace diez con María Estela Báez Gill y padre de tres hijos: Brandon Noé (13 años), Allison Estefanía (8 años) y Julio César (fallecido en 2009), mi tocayo y a quien en casa conocemos todos como Yeyé. Nací en esta ciudad y aquí he vivido siempre. Tuve una infancia parecida a la de muchas personas que como yo tuvieron padres trabajadores, gente sencilla que todo el tiempo luchó para poder poner comida sobre la mesa. Cuando era niño asistí a la escuela primaria Mártires de Cananea 1906, luego a la Secundaria Estatal 33 y la prepa la hice en el CBTIS 132; después entré a la Universidad de Sonora para estudiar administración de empresas, aunque nunca pude terminar la carrera. Tengo cuatro hermanos (Martha Patricia, Marco Antonio, Ana María) y todos viven aquí en Hermosillo, menos una (Guadalupe), que vive en Phoenix, Arizona. Creo que mi vida ha sido buena, que tuve una infancia sin muchos problemas; a veces pienso que el único “pero” que le pongo a esos años es el hecho de que mi papá estuviera mucho tiempo fuera de la casa por motivos de trabajo -era camionero-, pero pues, no había de otra. Todos tenemos cosas así. Estoy seguro que mi madre hacía muy bien su doble función de padre y madre, así lo recuerdo. 

Mis padres no son de aquí pero se consideran hermosillenses, tienen mucho arraigo; mi madre siempre se dedicó al hogar y mi papá -aunque ya está mayor-  continúa muy activo en el negocio de transporte del servicio público federal: ahora se ocupa sobre todo de mover maquinaria pesada para la industria minera y de la construcción civil. Aunque mi familia es de extracción humilde, se puede decir que no tuvimos grandes carencias; siempre tuvimos lo elemental: el baño, el agua potable, el agua caliente -aunque fuera con un boiler de leña. ¿Qué te puedo contar? No creo que mi vida haya sido muy diferente a la de los demás. Como todos, tuve amigos de niño, jugué con ellos y fui creciendo aquí, en esta ciudad que también ha crecido tanto que a veces ya ni se parece a la que era. Llegué al barrio de El Saguaro cuando tenía nueve años y ahí siguen viviendo mis padres; del barrio salí nomás para casarme: me siento saguareño.




A mi esposa la conocí en el negocio familiar, el que te digo, el de los transportes, donde ella también trabajaba. Ella es de Los Placeres, Chihuahua, aunque ya prácticamente es de Hermosillo porque sus papás se la trajeron para acá siendo muy chica. Ella también es de extracción humilde y por eso tuvo que trabajar desde muy pequeña, incluso a veces tenía que ocupar el lugar de los padres que se encontraban ausentes por lo mismo, porque los dos tenían que salir a la calle a buscar el sustento. Era un mujer más joven que yo pero era muy madura y la responsabilidad es una de las virtudes que pude encontrar en ella y que, por supuesto, llamaron mi atención de inmediato. Nuestra relación fue muy corta y creo que eso se debió a que yo le llevo diez años y a cierta edad uno ya sabe lo que quiere en la vida; no es que hubiera estado desesperado por casarme, no, pero sí sabía que estaba listo para formar una familia en cuanto llegara la persona indicada: esa persona fue, sin lugar a dudas, María Estela. 

No unimos y pronto llegaron nuestros hijos. Yo creo que el nacimiento de cada uno de ellos fue un momento muy pleno, muy bello. Cuando los hijos son el fruto del amor por una persona que consideras la adecuada, su nacimiento es siempre una bendición. Es curioso que a pesar de que tienen los mismos genes, los hermanos son siempre diferentes, como que tienen características que los vuelven muy únicos. El mayor, Brandon, siempre ha sido un niño muy calmado; por decirte así, si yo le decía: “Quédate aquí y no te muevas”, así se quedaba, literalmente tieso. No es que sea un robot, qué va, pero sí ha sido siempre un niño muy tranquilo. En la escuela siempre ha destacado porque es muy inteligente y responsable. La niña, en cambio, es muy diferente; Allison es muy sociable, muy vivaracha y a pesar de su corta edad tiene cualidades de líder. No cabe duda de que tiene su personalidad y que por eso a veces ha sido necesario hasta ponerle ciertos límites.  Yeyé, el menor, fue un niño muy dulce, muy amoroso aunque también con un carácter muy fuerte; si había algo que le molestaba, no tardaba en decírtelo y hasta se enojaba. No había posibilidad alguna de calmarlo o de negociar con él dándole una paleta o algo así; si querías chantajearlo, luego luego se daba cuenta y más se enojaba. La verdad es que sí, salieron muy diferentes los tres, pero han sido igual de amados; mi esposa y yo consideramos que siempre hemos querido educarlos en valores. Entre ellos siempre se llevaron muy bien, fueron muy apegados y cariñosos. Para evitar los celos -ya sabes que eso es muy común- en la casa inventamos que el bebé que venía traía siempre un regalito. Cuando nacía, nosotros le comprábamos algo al hermanito mayor y se lo entregábamos diciéndole que el niño lo había tenido ahí en la barriga de su mamá. Eso siempre nos funcionó. Son niños muy cariñosos porque así se los inculcamos; claro que se peleaban, como todos los niños, pero al ratito ahí andaban abrazándose y besándose.




A Julio César comenzamos a decirle Yeyé porque todo el mundo le decía bebé y él, que estaba empezando a hablar, quería decir lo mismo pero no le salía y entonces decía Yeyé, y así se le fue quedando; cuando ya pudo hablar, la palabra “bebé” no le importó mucho y siguió llamándose así mismo Yeyé, siempre Yeyé. Mi hijo era un niño muy rutinario: recuerdo una ocasión en que salimos de la estancia infantil -de la guardería ABC– y mi carro no prendió, entonces una señora que iba para nuestro rumbo se ofreció a llevarnos. Cuando nos subimos, él se soltó llorando, decía que no y que no, que ese no era su carro. No me gusta, decía haciendo el berrinche; pero resulta que cuando nos metimos, la señora prendió el aire acondicionado y ahí se le acabó lo testarudo: “Sí me gustó”, dijo muy contentito. ¿Te imaginas? En tiempo de calor y mi carro era una charanga sin aire acondicionado. La cosa es que cuando llegamos a la casa empezó a llorar otra vez, pero ahora porque no se quería bajar. Se acostumbró muy pronto a lo bueno. Hasta ahora decimos aquí en casa: “Chi me gutó”, recordando esta anécdota. 

Yeyé entró a la guardería ABC aproximadamente cuando tenía un año y dos meses, más o menos. Sus hermanos también habían estado al cuidado del personal de estancia infantil y eso nos generaba un derecho de cupo a los usuarios, porque esa guardería, a pesar de todo lo que se ha dicho, que fue un galerón donde se embodegaban niños (pues sí, era un galerón pero muy disfrazado), aparentaba ser una muy buena guardería, e incluso tenía lista de espera. Había gente que esperaba meses porque era la única en el área y porque estaba localizada en una colonia popular donde la mayoría de la gente necesita salir a trabajar.  Por eso fue que Yeyé entró a ese lugar, incluso le tocó compartir un tiempo con su hermana. En general, antes del cinco de junio de 2009 mi experiencia fue buena con el personal de la guardería; ahora entiendo, con todo lo ocurrido, que quizás las maestras no estaban preparadas como se debía, aunque les brindaran mucho cariño a nuestros hijos. Les dieron siempre, como se dice, un trato muy humano. Por supuesto que había problemas, pero cosas sencillas, cosas como que un niño mordía a otro y ese tipo de situaciones que en todas partes ocurren, pero nada más. En fin, todo estaba muy bien hasta que pasó lo que pasó.




El cinco de junio de 2009 estaba señalado en el calendario familiar de los Márquez-Baez, ese día iba a ser un día muy especial para su hijo más pequeño, Julio César –Yeyé-, porque en la guardería en donde lo cuidaban habían anunciado días atrás algo que lo llenó de emoción: el viernes iban a pasar un par de horas viendo películas y todos los niños, contrario a lo que era la costumbre, podrían llevar un pequeño refrigerio para degustar con los demás. Regularmente esto no se permitía y en la estancia infantil se respetaba escrupulosamente un menú preestablecido que buscaba ser tan nutritivo y equilibrado como fuera posible.

Todavía no sale el sol y el aire de esta ciudad ya está caliente. Poco a poco desaparecen las sombras de la madrugada y se estrena un cielo nuevo: limpio y de una hondura azul en la que miles de pájaros se mueven a placer haciendo un gran alboroto de alas. El ladrido de perros -e incluso el canto de algunos gallos- van desapareciendo mientras el ruido de cientos de camiones y vehículos va poblando las retorcidas calles y avenidas de la capital de Sonora. Dentro de unos días se realizarán elecciones locales en las que se designarán nuevos alcaldes, diputados locales y gobernador.  La propaganda electoral se amontona -inservible y caótica- en los postes de alumbrado público; los políticos de profesión nos están mirando y sonríen desde su mundo de pendones plásticos. El aire trae ahora hasta la boca el aroma del café recién tostado, tan típico en esta ciudad cuando el día está despuntando. 




María Estela trata de acordarse de todos los “pendientes” al despertar y va atando, con ese minucioso amor de las madres, lo que tiene que hacer, como si fuera un cordel en el que anudara a modo de recordatorio cada una de las encomiendas cotidianas. Yeyé, como tantos otros niños de Hermosillo, aún duerme: tiene el rostro limpio y los labios flácidos, desatados; la cabeza ligeramente inclinada hacia su mano derecha, esa pequeña estrella que se repliega apenas sobre sí misma y que nos recuerda las manitas dulces de los bebés que flotan en el fondo de su cuna. En la casa hay ruidos. Los hermanos mayores ya se despertaron y los padres se turnan en los rituales de una rutina doméstica que han ensayado con amor durante los más de seis años que han convivido bajo un mismo techo. El tiempo pasa rápido y todos deben hacer su parte en esta escena entrañable de la jornada que apenas comienza. En miles de hogares ocurre la misma danza, se repite con precisión el arte de mover esa hermosa maquinaria que es el hogar. Sin embargo, aquí hoy sucede algo diferente: el más pequeño de los hijos podrá llevar su “lonche” y eso los anima. Los niños son infinitamente dichosos con las cosas simples. La madre sabe y recuerda, lleva en su cabeza una lista de cosas por hacer y piensa en ello mientras cambia, peina y sirve desayuno a los hijos que el padre habrá de llevar hasta la puerta de sus respectivas escuelas. Como casi siempre, hoy Yeyé será el último en el turno de entregas escolares. Cuando llega el momento de decir adiós, la madre recuerda -no puede olvidar- que este día será especial para el niño: se despide de él con un beso,  pensando con alegría que al regresar por la tarde el pequeño Julio César tendrá muchas cosas que contarle a la familia.  Lo ve salir por la puerta de su casa. Será la última ocasión en que podrá ver la sonrisa de su hijo, la última vez en que podrá abrazarlo, sentirlo contra su pecho, olerlo y verlo dormir con la respiración tranquila y los labios liberados, pero eso no puede saberlo ahora, no todavía. Se cierra la puerta, se cierra para siempre y el eco de aquel golpe aún no se disipa en el corazón de María Estela.




Quien no ha estado en Hermosillo no conoce, no puede conocer lo que es el calor del desierto. Durante los días de la canícula los termómetros alcanzan temperaturas impensables para la gran mayoría de las personas y, sin embargo, los cientos de miles de habitantes de esta ciudad parecen haberse acostumbrado a ello: “Nos vale, qué vamos a hacer”, me dijo alguna vez un profesor universitario muy afecto a deambular de un lado para otro sin otro medio de locomoción que sus dos piernas. Se quejan, sí, todo el tiempo, pero no se van. El pavimento arde y deja escapar un vapor que escuece la mirada de la gente que busca con desesperación algún rastro de sombra para tratar de protegerse de un sol que hace llover fuego día tras día, semana tras semana. Por si fuera poco, el verano es largo -casi infinito- y apenas da tregua durante los meses en que el hemisferio norte celebra los festivales del hielo. Aquí no hay más que dos estaciones: el verano y el infierno, y la verdad es que me cuesta mucho trabajo percibir las diferencias.

La ciudad ha crecido mucho durante los últimos veinte años y con ello, como es natural, han aparecido los vicios y las virtudes que hacen de la convivencia cotidiana una experiencia humana más rica y compleja. Hay más recursos económicos -ciertamente- más empresas y más oportunidades laborales para una comunidad que crece no solo por la natural multiplicación de su población sino porque, además, se ha vuelto receptora de migración, la de miles de personas que vienen desde sus comunidades (dentro y fuera del estado) buscando condiciones más estables para realizar un proyecto personal de vida. Se trata en parte del viejo centralismo hispano que perdura en nuestro muy posmoderno siglo XXI.




El tráfico ha aumentado sorprendentemente y el área urbana que el pavimento va ganándole a la arena crece a un ritmo exponencial; sin embargo, esto no ha conseguido evitar que cada mañana, cada “hora pico” se vuelva una tortura de parsimonia, ahogo y torpeza al volante. Por si fuera poco, el agobio del calor hace que en esos arroyos lentos en los que los vapores de la gasolina y la neurosis se mezclan, abunden los “agandalles”, las mentadas de madre y la locura rutinaria de eso que con precisión sajona en los Estados Unidos denominan la “carrera de ratas”.  Así es aquí, en este lugar en el que la gente se aleja por convicción de toda corrección política y lo hace, además, sin sonrojo ni culpa; afloran pronto las palabras ríspidas y la vida de “provincia” se aleja de los ideales bucólicos gracias a la premura crónica que impone el incremento de las distancias, gracias también a la natural competencia y el manoteo que surge ahí donde comienza el amontonamiento.

Si la ciudad crece y las rutinas cambian, también existen algunas inercias tan arraigadas que parecen muy lejos de la extinción, como el regionalismo acendrado, una especie de profundo celo comarcal que en los casos más radicales alcanza con absoluta legitimidad el calificativo de absurdo. Las expresiones xenofóbicas y de orgullo localista se escuchan  incluso en boca de algunos comunicadores y políticos que no se han enterado o no han querido enterarse de que vivimos en el siglo XXI; la ceguera frente a estas formas del desprecio parece ser tan incurable como compartida por casi todos. En un mundo como el nuestro, donde cada vez resulta más evidente el desplazamiento de personas y el intercambio cultural, la resistencia chauvinista resulta no solo insensata sino, además, del todo estéril. Otra de las costumbres que parece perpetuarse aquí es el viejo desvelo que produce en más de alguno el prestigio social o la moral pública: basta meter las narices en las hojas de “sociales” para observar, no sin cierto asombro antropológico, la subsistencia de usanzas porfirianas, así como la retórica igualmente decimonónica de quienes con torpeza y candor realizan las crónicas de las prácticas sociales de los ricachones y sus imitadores. Muchas veces cuesta trabajo distinguir lo que pretende ser informativo de lo paródico.




Sonora es una sociedad estamental aún vertebrada por una maquinaria feudal que entroniza a los señores dueños de la tierra y que condena a la invisibilidad social a los siervos y segundones. Entre los más pobres, como sucede en cualquier parte del mundo, persiste una vocación solidaria de acompañamiento y auxilio que permite la subsistencia de los habitantes de los márgenes. Yo creo que siempre ha sido así: ahí donde se multiplica el sufrimiento, ahí también habrán de conjugarse los brazos y las voluntades, que finalmente son las que forjan el verdadero tejido de la comunidad. La marginación incrementa la creatividad y ésta siempre ha de ser -lo sabemos- semilla de resistencia y transformación.

Después del cinco de junio de 2009 muchas tradiciones, costumbres y estereotipos sonorenses habrían de venirse al suelo debido a la irrupción de un dolor colectivo que incluso trascendió la ciudad, el estado y el país; recuerdo haber leído en importantes medios internacionales el seguimiento horrorizado que los periodistas realizaban de lo ocurrido en México. Los sucesos trágicos del incendio de la guardería ABC pueden equipararse a un desgarramiento que no consigue cicatrizar precisamente porque perdura en amplios sectores de esa población invisible y largamente ignorada la sensación de que aún existen cuentas por saldar con la justicia. Julio César Márquez Ortiz es uno de ellos, un hombre que en el dolor más oscuro y más insoportable que ser humano alguno puede experimentar encontró su “responsabilidad ciudadana”.  




De camino a la escuela el padre habla y escucha a sus pequeños. Las calles ya van abarrotadas de coches en los que otros padres, con otros hijos y con otras esperanzas, se dirigen a las diferentes escuelas de esta ciudad. En las radios se repiten, monótonos, cansinos, los anuncios publicitarios de los candidatos; la campaña electoral se encuentra en la recta final y es preciso apretar. Los mercadólogos que los asesoran parecen no seguir otra estrategia que el avasallamiento. Los comentaristas noticiosos se demoran en discusiones bizantinas al servicio de tales o cuales siglas.

Primera parada: se despiden de Brandon Noé y continúan la marcha. De vuelta al movimiento mientras el sol, que sólo para esta ciudad parece haberse hecho, va recalentando el desierto como un comal en el que miles de personas han encontrado un destino, una forma de ser y estar en el mundo. Llega el turno de Allison Estefanía y de nuevo a cuenta las palabras del padre, la despedida y las recomendaciones; finalmente toca el turno de Yeyé y un momento para los dos antes de llegar hasta las instalaciones de la guardería, ubicada en calle De los Mecánicos esquina con De los Ferrocarrileros en la colonia I Griega, al sur de la ciudad. Ese viernes, en una situación que no era habitual, Julio César pudo entrar en aquel lugar con su pequeño hijo hasta la sala misma en la que éste debía pasar el resto del día. “Pórtate bien, Yeyé, y comparte con los demás; en la tarde me cuentas cómo te fue con las películas”, dijo el papá mientras abrazaba y besaba a la criatura por última vez. Unas horas después volvería hasta aquel sitio, pero ahí ya no habría nadie esperándolo.




Pues qué te digo, nada fuera de lo normal. Ese día, como siempre, cada quien se dedicó a lo suyo. Recuerdo muy bien algo: habíamos rentado dos plataformas para un evento político del PRI, algo de las campañas. El caso es que cuando llegó la hora de la comida decidimos algo que no puedo olvidar: iríamos a un restaurante de comida china que quedaba cerca de la casa y al que todavía vamos. Hoy, precisamente, volvimos a ir y me estuve acordando de aquel día, se llama Yiu Gey. Cuando ocurrió el incendio, Yeyecito no tenía que estar ahí, nosotros debíamos haber pasado por él antes, pero como toda la familia nos fuimos a comer, decidimos que mejor durmiera la siesta porque si lo despertábamos se ponía de mal humor. La cuestión es que, no me lo vas a creer, pero durante la comida yo me sentía muy raro, no sé, me sentía incómodo y tenía un dolor en la espalda y el pecho: quería irme pronto de ese lugar. Yo siempre he sido muy escéptico para esas cosas, pero así como te lo digo, así fue. 

Como íbamos en dos coches, al salir nos despedimos: ellos se fueron a la casa y yo regresé a mi trabajo; recuerdo que tenía un pendiente: había quedado de verme con un señor por algo que tenía que ver con las plataformas que habíamos rentado. La idea era que después de arreglar ese asunto iría a recoger a mi niño.

Cuando ya me encontraba hablando con aquel hombre, me sonó el teléfono: era mi esposa. Como ella iba a la casa y la casa quedaba cerca de la guardería, me dijo que estaba viendo humo, mucho humo, como que algo se estaba quemando cerca de la estancia. A mí, la verdad, me pareció una exageración y le dije que se tranquilizara, que seguramente no era nada y que nos veíamos luego. Como a los dos minutos me volvió a sonar el teléfono y era ella otra vez, me dijo que había un incendio y que era en la ABC o a un lado, así dijo. En ese momento decidí salir de inmediato hacia la guardería. Salí lo más rápido que pude -con el corazón dándome saltos- a buscar a Yeyé.




Apenas pasadas las tres de la tarde, Julio César Márquez Ortiz cambia de planes: cancela definitivamente el compromiso de trabajo y enfila hacia la guardería donde cuidaban a su hijo todas las mañanas. Una llamada de su mujer lo alerta: “¡Algo se está quemando cerca de la guardería o en la guardería!” No espera más y sale a toda velocidad por su pequeño. A los pocos minutos puede ver el humo que se levanta, un humo oscuro e insidioso, una fumata alquitranada contra el cielo azulísimo de la tarde del desierto. Escucha ahora las sirenas que parecen enredarse en un escándalo que claramente anuncia una gran emergencia. Siente miedo y no quiere pensar en nada malo. Algunas mujeres escuchan aquel alboroto al sur de la ciudad y se preguntan por qué suenan tantas patrullas y ambulancias. Conforme Julio César se va acercando al lugar, el tráfico se vuelve más denso y anticipa un embotellamiento, por lo que toma una decisión: llegará hasta la guardería a como dé lugar. Salta por encima del camellón sin importarle mucho su automóvil y los cláxones de los otros conductores; toma un atajo por una de las calles de acceso a la colonia Piedra Bola, barrio tradicional de esta ciudad. Percibe en el aire el penetrante hedor a plástico chamuscado. Encuentra un espacio para estacionarse y dirige su coche hacia ese lugar; detiene la marcha y da un salto a la calle. Dejó la puerta del conductor abierta. “No sé quién la cerraría”, recuerda años después al relatar los hechos.

Primero camina con pasos rápidos y después en franca carrera: allá adelante se ven la cinta amarilla, las ambulancias y los camiones de bomberos y la policía tratando de imponer un poco de orden en medio del caos. Voltea hacia todos lados, está confundido; con los ojos entrecerrados por el polvo y la luz del sol busca a alguien que lo ayude, y lo encuentra: se trata de un bombero de rostro empapado. “¿Dónde están los niños!”, pregunta tratando de ocultar la desesperación. “Se los llevaron para allá”, responde el hombre, después alza la mano y señala hacia una casa verde en la que algunas mujeres se han ido haciendo cargo de los niños que fueron rescatados durante los momentos más dramáticos del siniestro. A través de la reverberación, el polvo y el humo se ven muchos rostros y bocas que parecen gritar desde un tiempo remoto, pero no se oye nada, solo el ulular de unas sirenas ya lejanas. En medio de aquella muchedumbre angustiada alcanza a reconocer el rostro de una de las maestras: “¿Dónde está Yeyé!”, pregunta tratando de contener la desesperación. “No sé”, responde una mujer que se encoge de hombros y que tiene el rostro inexpresivo por la conmoción.




 En la pared del inmueble hay un par de agujeros del que se escapan, como en las puertas de un horno, invisibles lenguas de vapor;  a través de la reverberación se puede ver a algunos bomberos revisando pausadamente entre algunos juguetes renegridos esparcidos sobre el lodo: todo ha terminado. Camina hacia la casa y observa cómo los bomberos y policías van y vienen ya en calma: lo peor ha pasado, piensa con la esperanza de que así sea. Por una de esas tan comunes trampas del corazón, Julio César se ha tranquilizado de pronto y está plenamente convencido de que en aquella casa de la esquina está su hijo esperándolo.

En la vivienda hay mucho ruido, mucho llanto. En dos habitaciones del  inmueble hay decenas de niños que permanecen sentados en el suelo, algunos de ellos parecen aterrorizados: en el interior del lugar se vive una crispación profunda. Algunos padres entran desesperados y después de buscar entre aquellos chicos apiñados salen a toda prisa con una mueca de agobio infinito en el rostro. Alguien diría años después: “Lo que más recuerdo del cinco de junio son las manos de las madres, apretadas en puño, temblando o retorciéndose por la desesperación de no saber nada”.

“Vengo por mi hijo”, se anunció Julio César ante la persona que custodiaba la puerta del improvisado refugio. La certeza de que su hijo lo espera le da mucha tranquilidad: “Ahí tiene que estar Yeyé”, piensa tratando de convencerse una vez más. Entra a la casa como en un agua profunda: la gritería desaparece y la escena parece ocurrir en cámara lenta. Las cabezas de los pequeños giran de un lado a otro y algunos, seguramente cansados de llorar, permanecen serios, muy serios, como recordando cada detalle del horror apenas vivido. No encuentra a Yeyé, no parece estar entre aquellos niños. Respira profundo y vuelve a buscar, demorándose detalladamente en aquellos rostros agónicos; se da cuenta de que algunos de ellos tienen la piel enrojecida o el rostro manchado de hollín. Es definitivo: ahí no está su hijo. El corazón de Julio César sufrió la primera desgarradura de las tres que la vida le tenía reservadas aquel día.




Es momento de hacer llamadas, de pedir auxilio y esperar que las cosas mejoren de algún modo. La angustia va creciendo y Julio César intenta tranquilizarse al hablar con su esposa: “No encuentro a Yeyé, vete al CIMA (un hospital privado de la localidad); dicen que ahí se los llevaron. Yo me voy a quedar a buscar en las casas de aquí. Una persona me dijo que en algunas casas llevaron niños”. Cuelga y decide hacer una nueva llamada, esta vez a su hermana: repite lo mismo, pide ayuda porque el momento de empezar la búsqueda en los hospitales ha comenzado.

Efectivamente, Julio César busca durante largos minutos, tocando puertas y preguntando entre los vecinos: no hay una sola señal de esperanza. Los padres y los familiares de los niños se han ido retirando poco a poco del lugar y han iniciado su propia pesquisa. Realiza una nueva llamada, está confundido; decide marcar el número de María Estela: “No, no está”, confirmó lacónico. “Aquí tampoco hay nada”, replica la esposa desde el hospital donde se les dijo fueron llevadas las víctimas del fuego. “Vente para acá”, suplica con voz serena su mujer. Tiene razón: es mejor para ellos estar juntos en este momento de incertidumbre en el que se encuentran. “Antes de venirte ve a la casa y tráete unas fotografías del niño y el acta de nacimiento también”, alcanza a decir la esposa antes de cortar la comunicación.




Se reúnen en el hospital: de nuevo el caos. El lugar se encuentra abarrotado por los cientos de familiares que buscan alguna información sobre el paradero y la condición de sus pequeños. El calor impide respirar bien; afuera el sol sigue cayendo a plomo. La ciudad se encuentra embriagada por el espanto y la incredulidad. El personal del hospital ha removido las mesas de la cafetería y ha habilitado el espacio como sala de espera. El hermetismo de los médicos y enfermeras es total; parece que deliberadamente se encuentran haciendo tiempo, demorando toda información a unos padres que, como es lógico suponer, experimentan una mayor angustia debido al vacío de información. Algunas personas están fuera de sí y es necesario separarlas del grupo. Los que intentan estar tranquilos tienen una mirada de agobio, de profunda soledad y de muerte en vida. Julio César no sabe todavía la magnitud de aquella tragedia, no se entera o no quiere enterarse de lo que ha ocurrido. Se retira con su mujer a un rincón y ahí se ponen a  hablar muy despacio, dialogando con palabras que nadie más escuchó: un instante después comienzan a rezar.

“Nosotros no practicamos ninguna religión, pero pensamos que era necesario para nuestros hijos creer en un poder superior, en un Dios; por eso fue que nos acercamos a una iglesia cristiana”. Julio César recuerda aquella experiencia incipiente en el mundo de la espiritualidad y, sobre todo, las palabras de aquel pastor asegurando que para los hijos de Dios, para quienes tienen una fe verdadera, no hay mal que prevalezca. María Estela recuerda profundamente estas palabras y a ello se aferra creyendo que su familia entera está exenta de toda desdicha porque las promesas de Dios, según había afirmado el carismático líder de su comunidad religiosa, son inquebrantables. “Ten fe, ten fe”, repite a su marido, y lo hace con una expresión limpia, transparente; no cabe duda que de esa profunda convicción sobrenatural está tomando las fuerzas que le ayudan a navegar con serenidad las aguas turbulentas del horror y la agonía.




Algunas personas salen a toda prisa del lugar porque alguien les ha dicho que sus hijos se encuentran en tal o cual hospital; otros, en cambio, reciben la noticia que nadie quiere escuchar: el hijo que dejaron por la mañana en la estancia infantil no volverá jamás a sus brazos. Julio y María Estela no escuchan, no quieren escuchar los alaridos y el golpe seco de algunas mujeres que al no poder soportar el peso aplastante de la noticia se han derrumbado. Se escuchan también imprecaciones, murmuraciones y lamentos por todas partes. De pronto, un empleado del hospital pide la atención dando grandes gritos: “¡Tienen que ser fuertes: hay más de veinte niños muertos!”, anuncia con una frialdad que a más de algún testigo le resulta chocante. En ese momento se desata la locura y el mar de gritos ensordecedores vuelve el interior de aquel lugar un infierno de confusión y sobresalto. Julio César y su mujer no hacen nada, continúan en su rincón aferrados a la esperanza de sus recién inauguradas creencias. De nuevo a cuenta el heraldo funesto pide la atención y gira instrucciones: los padres deberán pasar a la morgue de la procuraduría de justicia a identificar el cadáver de sus hijos.

El día en esta ciudad ya esta muriendo y por uno de los grandes ventanales del edificio se aprecia un típico final de tercer acto en el desierto: el sol, como una burbuja encarnada, estalla y empapa las delgadas nubes del occidente. El telón, ahora de un humeante escarlata, cae invocando el impalpable poder de las sombras. Julio César siente en el corazón un nuevo desgarramiento, más hondo y más quemante; siente el filo de la verdad más amarga, lo siente entrando en su carne como el relámpago de una navaja invisible. Sabe lo que está por venir pero no dice nada: le parece aberrante confesarle a su mujer ese amargo presagio que acaba de atravesarlo de lado a lado. 




La pareja se traslada al área de medicina legal. Las cosas no son tan rápidas como pensaron y deben esperar varias horas en un área en la que una improvisada oficina del ministerio público acaba de ser instalada; hay secretarias, escritorios y computadoras, pero sobre todo hay otros padres con los que comparten la misma callada certeza. La antesala del infierno está perfectamente organizada: al ser llamados, los padres son llevados hasta un cubículo en el que se les extiende una carpeta con fotos de los niños muertos. Hace mucho frío en aquel lugar y la gente habla en voz baja, como si se encontraran en el interior de un templo. Julio César y su mujer siguen esperando mientras otros padres, los que habían llegado primero, eran llevados a enfrentarse con el resto de su vida; de pronto se escuchan expresiones de júbilo: es la algarabía de quienes no pudieron identificar a su hijo en la galería de los fallecidos; luego se escuchan gritos, los mismos gritos que se han escuchado desde las 2:45 de la tarde, gritos que no salen del cuerpo, aullidos que se descuajan desde las regiones más hondas del alma humana. María Estela nota la desesperación de su marido y firme en su fe le dice al oído: “No te preocupes, nosotros estamos aquí por mero trámite, a nuestro hijo no puede pasarle nada”. Luego vuelve a su imperturbable distancia, a su serenidad sin fisuras.

De pronto el tiempo se detiene y se escucha una voz, la de alguien sin nombre –una secretaria de acuerdos, lo más probable- que le indica a Julio César que su momento ha llegado. Es la hora de la verdad. Avanzan hasta el cubículo, toman asiento y comienzan a mostrarles la carpeta con las fotografías. Una mano torna las gruesas hojas y se demora unos segundos para que los papás de turno tengan tiempo de observar el pequeño cadáver; si no hay identificación, el proceso continúa. Casi al finalizar, Julio César descubre el rostro de Yeyé, pero no dice nada, no se atreve a decirlo porque sabe que hacerlo es dar el primer paso en una marcha de dolor infinito. “No está aquí, vámonos”, dice repentinamente la madre, no pudiendo o no queriendo reconocer la verdad que tiene justo enfrente. Julio sabe que tiene que actuar y lo hace: “Muéstreme por favor otra vez la tercera foto”, solicita a la secretaria. De nuevo la imagen de su hijo. “Es mi hijo”, admite finalmente Julio César, pero la madre lo interpela: “No es”, insiste con sequedad. Los encargados de aquel lugar les piden entonces que los acompañen. Entran a un sitio muy frío donde se encuentra un amplio cristal que permite ver el interior de la morgue. Hay varios cuerpecitos cubiertos con sábanas. Les indican que deben poner atención porque éste y sólo éste es el cuerpo que habrán de descubrir, y así lo hacen. Julio César confirma lo que la fotografía ya le había revelado; sin embargo, la madre no está convencida. Le pide al encargado que baje un poco más la sábana para ver la ropita que aquel cuerpo lleva puesta, la misma que ella misma había escogido por la mañana cuando preparaba a su pequeño para pasar un día muy especial viendo películas y compartiendo palomitas de maíz con sus compañeros. La persona lo hace lentamente y María Estela pronuncia por fin las dos palabras que se había negado a pronunciar durante las últimas horas de esta infame espera: “¡Mi niño!”  




María Estela entra en shock y Julio César siente la tercera desgarradura en su corazón: cuando uno piensa que no se puede sufrir más, la vida a veces se apresta a sacarnos del error. La quemadura es en esta ocasión aun más profunda, es más ácida y desgarra la carne de las heridas apenas socavadas. Sin embargo, Julio César comienza en ese preciso momento a establecer una distancia: sabe que el cadáver de su hijo no es su hijo. “No era el mismo, no era el mismo de la mañana. No estaba quemado, no, pero su rostro estaba vacío: tenía el gesto de la muerte”, recordará una y otra vez con el paso de los años ante sus muchos entrevistadores. Julio César toma el teléfono nuevamente y llama a sus hermanos para notificarles lo ocurrido: “Ya no lo busquen, ya lo encontramos”. La familia entera se sacude por un mismo dolor, por un mismo grito. Es hora de regresar a casa.

Alrededor de la una de la mañana la pareja abandona el lugar y se dirigen a su hogar; se detienen un momento en la casa de una vecina con quien habían dejado encargados a los hijos mayores. Le comunican la noticia y la estupefacción es general, pero Julio César y María Estela no lloran, no pueden: el golpe los ha sacado de la realidad. Intentan dormir pero no lo consiguen; cuando las oscuridad total de la madrugada comienza a romperse, Julio César siente una mordedura interior: la culpa. ¿Por qué lo llevé ahí, por qué no fui antes por él, por qué lo dejé solo cuando más me necesitaba? La mente tiende sus trampas, sus laberintos de especulaciones y torturas; el hombre se viene al suelo como un árbol al que le hubieran dado un hachazo en el vientre. El llanto brota con una fuerza proporcional al esfuerzo que hubo de hacer unas horas atrás para mantenerse de pie en medio del vendaval. Ha quedado por fin rendido, vaciado y limpio. Es la hora de ir por su hijo.




Se preparan, se arreglan y la madre escoge, como veinticuatro horas antes lo había hecho, el atuendo que portará Yeyé. Salen por fin hacia el área de medicina legal de la procuraduría de justicia donde entregan la ropa y realizan algunos papeleos requeridos para la entrega del cuerpo; después se dirigen hacia la funeraria donde será velado el cuerpo del pequeño Julio César Márquez Báez. Ahí esperan largo tiempo hasta que aparece el encargado de la funeraria, trae una pregunta por hacer: “¿Quieren el cajón abierto o cerrado?” No vacilan: no quieren que nadie vea a Yeyé muerto; naturalmente, piden para ellos dos un momento para despedirse de su niño.

Están ahí ahora, viéndolo en un momento íntimo y sagrado antes de que lleguen los familiares, amigos y vecinos, e incluso gente desconocida, gente del pueblo que se ha conmovido profundamente por la tragedia y que desea expresar personalmente su más honesta solidaridad y simpatía hacia los padres del pequeño. Las manos sobran, las de personas que de manera espontánea llevan comida, agua y oraciones a los velorios que simultáneamente se están realizando en Hermosillo. En la velación de Yeyé se apersonan ministros religiosos de diferentes cultos que buscan realizar algún tipo de ceremonia en el lugar. Julio César y su mujer asienten, se encuentran receptivos.




A las seis de la tarde sale el cortejo fúnebre hacia el cementerio Colinas de San José. Las nubes se arremolinan en lo alto y amenazan con hacerse llover, pero no llueve, sólo dejan caer unas cuantas gotas que se estrellan como escupitajos contra el cristal parabrisas del vehículo donde van, sosegados y en silencio, Julio César y María Estela; la caravana debe esperar un momento antes de entrar al camposanto porque se han topado con otra comitiva fúnebre que se dirige al mismo sitio. A las 6:40 llegan por fin hasta donde descansarán para siempre los restos de Yeyé. Todo se realiza con precisión, premura y en silencio; no hay grandes lamentos: todos piensan que la seriedad de los padres es fortaleza, pero en realidad lo que sucede que se encuentran sumidos en un profundo marasmo, en una absoluta desarticulación emocional. Se aferran a un recurso: la rutina. A los dos días, los hijos regresan a la escuela y los padres al trabajo; hay algo más, en esas horas de duelo y en las que otros niños que permanecen heridos de gravedad en algunos hospitales del país e incluso de los Estados Unidos mueren, Julio César y María Estela realizan tres acciones fundamentales: van a consolar a sus compañeros de dolor; visitan a las maestras de sus hijos para descargarlas de culpa y, lo que sin duda ha sido lo más radical, se organizan con otros padres en lo que es el germen de lo que posteriormente será conocido como Movimiento Ciudadano por la Justicia Cinco de Junio, A.C.

Con el paso de los meses, cuatro o cinco, la situación emocional de la familia cambia. Tener que pasar casi diariamente por el sitio de los hechos era muy doloroso para todos, sobre todo para María Estela y para los dos pequeños, que comienzan a mostrar los síntomas de cierta ansiedad. La familia toma la decisión de mudarse de ahí hacia otro rumbo, hacia un lugar bastante alejado de esa zona cero de la familia Márquez-Báez y de tantas otras familias que aquel cinco de junio de 2009 habrían de morir un poco en aquel edificio industrial adaptado como guardería infantil, en aquella colonia popular perdida entre el polvo y los soles del desierto sonorense.




Julio César evoluciona: transita del shock a la indignación muy rápidamente. Las conversaciones con otros padres y las lecturas de los diarios hacen nacer en él una profunda irritación al enterarse de que las condiciones bajo las que operaba la guardería ABC distaban de ser las más óptimas; se trata de una rabia tras la cual se dibuja el rostro de una compañera que ha llegado para quedarse: la culpa. El diez de junio hay una marcha para demandar justicia, es decir, para que se castigue a los culpables -principalmente los dueños de la guardería y los funcionarios federales del Seguro Social- y en esa primera movilización ya se encuentran presentes y muy activos Julio César y María Estela. Los mueve un sólo deseo: que nunca más se repita una situación tan espantosa, que nunca más ningún padre tenga que padecer en sus carnes los ganchos de ese dolor atroz que es el tener que cargar en los brazos al hijo que no habrá de despertar jamás.

Se cumple un año de lo ocurrido y el sufrimiento no se agota; aun más, el tiempo y esa sensación de indefensión ante lo que consideran la ausencia de justicia amplifican la angustia interior de quienes han perdido un hijo en los hechos del cinco de junio. María Estela, fuerte y serena durante la oscuridad total de las primeras horas, ha caído en depresión. Sufre desmayos y tiene visiones apremiantes del hijo. En una ocasión ve a Yeyé a punto de caerse por unas escaleras; no hay tiempo que perder y corre a salvarlo: María Estela sufre una caída que le causa una desviación del coxis. En otra ocasión se desmaya intempestivamente, como una marioneta a la que de pronto le han cortado los hilos, ocasionándose traumatismo craneoencefálico moderado. Eso no es todo. María Estela va ahora por las calles del centro de Hermosillo y cree ver a su hijo en el hijo de otra mujer, se acerca y desea acariciarlo, abrazarlo, comérselo a besos; los padres de este niñito son unos imprudentes que, atemorizados ante lo que creen es un intento de secuestro, embisten sin misericordia: golpean a María Estela hasta dejarla tirada en el suelo. Comienza un nuevo viacrucis, el de los internamientos psiquiátricos: Guadalajara, Ciudad de México y Mazatlán. La depresión severa, que no ha cedido ante los tratamientos tradicionales, ha sido atacada incluso con terapias electroconvulsivas en el hospital San Juan, en Jalisco, lo que le ha ocasionado perdida parcial de la memoria. Como es natural, las largas ausencias de mamá han tenido repercusiones en los hijos, que así han pagado su cuota de cordura en este absurdo cósmico que es la muerte de un niño: Allison ha experimentado un retroceso conductual que incluye la pérdida del control de esfínteres: volvió a mojar la cama. El niño, Brandon Noé, se volvió aún más introvertido y distante. El dolor no cesa, no todavía.  Sin embargo, esta familia está muy lejos de bajar la guardia: María Estela ha entrado en una zona de tranquilidad después de haber pasado tres meses en un tratamiento en Mazatlán y ha regresado muy mejorada, sin aprehensiones ni delirios: conoce muy bien la importancia de su papel en la familia y busca con todas sus fuerzas recuperarse para evitar añadir más dolor a la situación de todos. Mañana, sale el sol.




Soy Julio César Márquez Ortiz, mexicano, sonorense y originario de Hermosillo. Sigo siendo el mismo pero, aunque parezca raro, ahora que he perdido a mi hijo en el incendio de la guardería ABC, soy también otro. En mí ha despertado un ciudadano que dormía y por eso es que trabajo todo los días por la justicia y, sobre todo, para que cada niño que se encuentra ahora mismo en las estancias infantiles de este país sea cuidado como se debe. Miro hacia atrás para no olvidar y miro hacia delante para no repetir. En cada uno de esos pequeños, cuyos nombres no conozco y cuyos rostros jamás he visto, veo la sonrisa de mi Yeyé, que no debió morir en ese día que no debió ser jamás. En función del amor a mi hijo es que trabajo, porque quiero justificar –y no sé si ésta sea la palabra correcta- la tragedia; quiero pensar que de la situación más absurda y espantosa es posible sacar algo positivo. De hecho, ya lo hemos hecho: el año 2011 fue publicada en el Diario Oficial de la Federación la llamada Ley Cinco de Junio; creo que esto es fruto de nuestro dolor, de nuestro esfuerzo diario y de la resistencia cívica que hemos iniciado. Quiero conseguir justicia porque estoy convencido de que en un país como éste, donde la impunidad es la norma, se vuelve siempre necesario sentar precedentes de buenos procedimientos judiciales, porque existen muchas personas agraviadas que no tienen acceso a una tribuna para expresar su indignación y el deseo de justicia es una vocación que todas las personas tenemos en nuestros corazones. No puede ser que la muerte de cuarentainueve niños y las lesiones de decenas de ellos queden así nomás, sin que exista ninguna consecuencia de todo esto: no puede ser que nuestros niños sean sacrificados. Para mí resulta claro que hay responsables en los tres niveles de gobierno y nadie ha sido imputado; no quiero que nadie se hunda en la cárcel, lo que quiero es que quede un precedente legal de todo esto. Lo que falta aquí es vergüenza. Hay muchas personas, funcionarios que tuvieron su cuota de responsabilidad y que ahí siguen, tan campantes, pasando de un puesto a otro sin que exista un rubor, una señal, un algo que indique que hay conciencia de la propia ineptitud, que en ocasiones es culposa. A las personas que me critican, que nos critican, sólo deseo decirles que espero de todo corazón no tengan que pasar nunca por un dolor como el mío para poder comprobar en carne propia lo que un padre es capaz de hacer por el amor a un hijo que va a estar ausente ya para siempre. Durante todos estos años hemos aprendido a identificar a quienes se acercan a nosotros buscando obtener un beneficio político, eso es inevitable, pero hemos sabido deslindarnos, hemos sabido, con mucho esfuerzo y congruencia, ser fieles a la razón de ser de nuestro actuar cívico: el anhelo de justicia. Sé que algunas personas, algunos padres que como yo sufrieron este dolor tan grande han optado por permanecer en su vida privada, y está bien, es algo a lo que tienen derecho, algo que comprendo y además respeto; sin embargo, mi camino ha sido otro. Estoy bien ahora porque sé que me anima una causa justa. No puedo renunciar. Soy Julio César Márquez y a pesar de todo lo vivido puedo declarar, mirándote a los ojos, que no tengo odio en mi corazón.   




 

Álex Ramírez-Arballo. Doctor en literaturas hispánicas. Profesor de lengua y literatura en la Penn State University. Escritor, mentor y conferenciante. Amante del documental y de todas las formas de la no ficción. Blogger, vlogger y podcaster. www.alexramirezblog.com


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