jueves, mayo 16, 2024
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Imágenes urbanas: El niño de las monedas

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Por José Luis Barragán Martínez
José Luis Barragán
Erase una vez una familia que ante la crisis económica vendió su casa ubicada en una colonia céntrica y adquirió otra más pequeña en la periferia de la ciudad.

El señor contaba con cincuenta años de edad de los cuales llevaba veinticinco como empleado de planta de una dependencia de la Federación.

Empleado formal, respetuoso de su horario, llegaba a la oficina a las 8 de la mañana y salía a las 3 de la tarde, de lunes a viernes.

Como no tenía carro propio, viajaba en ruletero el cual lo dejaba a tres cuadras de su casa en aquella colonia popular.

Y la gente del rumbo se acostumbró a verlo pasar, todos los días, de lunes a viernes, a las 7 de la mañana y a las 4 de la tarde.

Sucedió que cuando el señor cruzaba puntualmente a las 4 por un punto de aquellas tres calles, había siempre un puñado de niños jugando al beisbol: “¡Ahí viene el señor!”, gritaban… y detenían la pelota para que pasara.

Y aquel momento se convirtió en rutina, la rutina de las 4, “¡ahí viene el señor!”.

Y el señor se dio cuenta que mientras todos jugaban, había un niño “ido”, al parecer mal de sus facultades mentales, que sentado por fuera del alambrado que servía de cerco a una casita de cartón, observaba sin observar el juego con un rostro sin emociones.

Los días siguieron su curso y la rutina de las 4 también: “¡Ahí viene el señor!”, y el señor cruzaba por entre los niños mirando solamente al del rostro muerto.

Un día sus ojos se cruzaron, y aún a una cuadra caminada el niño lo seguía viendo con su mirada sin sentido.

Y el tiempo siguió adelante, siempre adelante, y siempre a las 4: “¡ahí viene el señor!”, y la mirada sin vida que lo miraba y lo seguía aún después de una cuadra.

Impulsado por una razón inexplicable, en una ocasión el señor fue al niño y depositó una moneda en una de sus manos, el niño lo miró sin expresión alguna.

Gran sorpresa al día siguiente a las 4 “¡ahí viene el señor!”, y la mirada sin brillo tenía brillo, y el pequeño levantó lentamente la mano… y otra moneda fue depositada.

Y nació una nueva sensación, la sensación de las 4: La mano del niño y la moneda del señor, una sensación que lo hacía sentirse bien.

Un día la manita se levantó con fuerza y el brillo de los ojos se tornó ansioso, el rostro adquirió un gesto indescifrable y la boca habló: “¡oneda-oneda!”.

Más tarde se llevó la sorpresa de su vida cuando a las 4 y después del grito “¡ahí viene el señor!”, el niño que nunca se levantaba de afuera del alambrado que servía de cerco a la casita de cartón se levantó y caminó, y se dirigió a él lentamente con el bracito estirado y la manita abierta: “¡oneda-oneda!”.

Más adelante, a las 4, el niño corría entre cayéndose y no (por un problema en las piernas) al encuentro del señor, su rostro era cada vez más desesperado diciendo una y otra vez “¡oneda-oneda!”.

Pero luego la desesperación se convirtió en exigencia “¡oneda-oneda!”.

Y una sensación que antes lo hacía sentirse bien lo empezó a  hacer sentir mal, lo peor fue cuando una vez no pasó a las 4 sino a las 11 de la noche, cuando la calle dormía, y de la casita salió un bulto que brincando el alambrado que servía de cerco se dirigió a él y casi echándosele encima le gritaba “¡oneda-oneda!”.

Aquello fue el colmo, el señor reflexionó sobre aquella situación que además ya estaba afectando su bolsillo y tomó la gran decisión: No volver  a pasar por aquella calle.

Y así lo hizo; pero su conciencia no lo dejaba en paz y al mes, cuando llevaba ya tres noches sin dormir, decidió volver a pasar por la calle del niño de las monedas y escuchó el grito “¡paren la pelota porque ya volvió el señor!”, tembló cuando vio que el pequeño no estaba, pero luego la felicidad inundó su ser cuando lo vio salir de la casita de cartón y brincando el alambrado corrió hacia él “¡oneda-oneda!”, y se abrazaron… y lloraron juntos.

El tiempo ha transcurrido, el señor habló con los papás del niño de las monedas y lo llevó a un centro de lento aprendizaje y ha estado pendiente de él y de sus avances.

Le compra ropita, zapatos, comida, juguetitos y también lo ha llevado al parque y al circo.

Gran orgullo del señor de la 4 en la última semana, cuando al pasar por la calle de las monedas y escuchar el grito de los beisbolistas “¡ahí viene el señor!”, voltea a ver a su niño sentado junto al alambrado que sirve de cerco a la casita de cartón, mientras sostiene con sus manos y entre las piernas el libro de cuentos con dibujos “Platero y yo”.

Su felicidad no tiene límites cuando el pequeño, al verlo, pega el arrancón a su encuentro y abrazándose con fuerzas de sus piernas, ofreciéndole su rostro iluminado, le dice “¡tío-tío, cómo te fue en tu trabajo!”.

 

 

*Por José Luis Barragán Martínez, colaborador


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