Luces y sombras: ¿Asunto de percepción?

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Por: Armando Zamora
Armando ZamoraTengo la malsana costumbre de leer los diarios. Acudo cada día al menos a un periódico local, uno nacional y dos a nivel internacional, para saber, en ese orden, qué pasó, cómo pasó y qué repercusiones puede tener en nuestro país lo que sucede, respectivamente.

De un año a la fecha, en el diario local que leo es raro el día en que no aparezca una nota relacionada con algún hecho delictivos: violencia, robos, muertes, particularmente esto último, y por lo general con armas de fuego.

¿Qué está pasando en nuestra ciudad y en nuestra entidad? Esto no es un asunto de percepción, como quisieron hacérnoslo creer hace algunos meses. Tampoco es muestra de que la delincuencia va a la baja, según mencionan las autoridades locales con una liviandad propia de humorista en decadencia.

Si nos vamos a poner académicos, podemos decir que la violencia es una acción injusta con la que se ofende, humilla o perjudica a alguien. Ejercer la violencia sobre una persona es obligarle a hacer algo que esta no quiere. Algo violento es aquello que esta fuera de su estado natural, que obra con ímpetu y fuerza, que se hace con brusquedad o intensidad extraordinaria. Todo lo violento se ejecuta contra el modo regular o fuera de razón y justicia.

La violencia se puede definir como algo evitable que obstaculiza la autorrealización humana explicando que las personas sufren realizaciones afectivas, somáticas y mentales por debajo de sus realizaciones potenciales.

La violencia también puede ser considerada como aquella situación o situaciones en que dos o más individuos se encuentran en una confrontación donde una o más de una de las personas afectadas sale perjudicada, siendo agredida física o psicológicamente.

Y no es nada nuevo: la violencia es una de las marcas características del hombre desde siempre. Vivimos en una sociedad en la que violencia se ha institucionalizado como categoría de convivencia. No se trata solamente de las guerras que salpican el mapa del mundo y que nos llenan la sala de vísceras y sangre, sino de las películas, la actitud de los políticos, de la gente por la calle, de los niños en los colegios.

La violencia y el consiguiente miedo: la causa y el efecto, la autorrepresión, la censura, el policía violento que cada uno lleva dentro.

El cine, la literatura y hasta la moda, que ha tenido a través de los años en el estampado militar y la ropa de campaña las estrellas de la temporada, están inmersos en una situación que hace de la violencia un tema más, aparentemente cotidiano y trivial.

En ese marco, imaginemos que Elena es escritora: su mayor deseo es que una vez que haya muerto, los lectores futuros de sus relatos, conozcan a través de ellos cómo era la sociedad de sus antepasados. Pero ocurre que el tiempo que rodea al escritor no es nada fantástico; más bien terrible, con grandes matanzas y miserias, siendo la palabra con vocación de testigo peligrosa y perseguida.

Así las cosas, Elena ha de hacer grandes equilibrios con su literatura para reflejar la realidad y no ponerse en el punto de mira de los que dictan silencio. Decir las cosas de un modo sutil y confesional, pero que la inmensa mayoría de la gente vea claro que lo único que trata una y otra vez con sus escritos es de acusar, desenmascarar a los culpables.

Pero tantas filigranas hace nuestra escritora con los verbos, los adjetivos, las comas, los entrecomillados, los puntos suspensivos… que la pobre gente sólo entiende lo que le pasa a ella, la gente, pues, no lo que le sucede a Elena en su fuero interno, como dicen los sicólogos. Y lo que los lectores encuentran en las líneas escritas por una pacifista es simple y pura violencia.

Y es que en una situación así no se puede esperar que la literatura que se produce sea ajena a la realidad.

El artista no es sólo un miembro más de una sociedad llena de tensiones y conflictos, sino que es una sensibilidad abierta que cataliza y metaboliza el dolor y las miserias, y analiza una realidad concreta a través de unos códigos y unas formas creativas personales y a veces radicales.

Quien crea que un artista hoy puede trabajar al margen de lo que le rodea está muy equivocado. La tortura, la sangre, el sexo, el dolor, la miseria, la injusticia están necesariamente presentes en un arte que convive, crece y se conforma en una sociedad en la que las mujeres son asesinadas por sus maridos, las guerras y asesinatos preventivos se aceptan como algo natural y los niños terminan por ir armados a la escuela.

Pero la literatura no tiene que ser necesariamente una representación de las imágenes de la violencia, puede ser, y de hecho lo es casi siempre, un testimonio de la memoria y del olvido, la ironía del humillado, el símbolo de una actitud.

El arte no está obligado a ser figurativo o realista para que en él veamos ese espíritu de los tiempos que está inevitablemente marcado por la muerte y el horror. No hace falta presentar cuerpos mutilados, ni siquiera su representación, basta con una mancha roja, basta casi siempre con un fragmento del horror para que el espectador, compañero de época y de cultura del artista, pueda interpretar rápidamente lo que tiene ante sus ojos.

No es imprescindible ser violento para hablar de la violencia, para exponerla ante nuestros ojos, aunque a veces puede ser muy útil. Violentas son las fotografías de jóvenes drogándose que nos presentan a diario los periódicos, como violentas son las imágenes de las hermosas jóvenes que compiten por un título de belleza no por lo que son ellas, sino por toda la manipulación humillante que hay detrás y a la que están sujetas las chicas.

Los artistas en general utilizan todo lo que puede ser utilizado e incluso lo que no. Desde moscas carnívoras hasta las imágenes que un videoaficionado grabó de la paliza que la policía de Los Ángeles dio a Rodney King y que el artista Danny Tisdale convirtió en una obra para museo. Y ésta es la gran ironía: el artista consagra una queja, obras terribles se convierten en récords de ventas.

Pero no es nada nuevo y es, hasta cierto punto, inevitable. El artista es el notario de su tiempo, el historiador de los sentimientos y divagaciones sociales que tal vez no encuentren un canal más apropiado que un lenguaje como el del arte: la pintura, la fotografía, el vídeo… todo puede servir para dar una idea de las mil caras de la violencia, aunque muchas veces la propia fuerza de la obra oculte la denuncia, oculte el auténtico horror que hay detrás de esas imágenes.

Siempre ha sucedido. La historia del arte está llena de sangre, dentro y fuera del estudio del artista. Las pinturas religiosas nos ofrecen mártires con los ojos en las manos, con los pechos en una bandeja, con cuerpos abrasándose, mutilados, despellejados, crucificados. La pintura de historia (realmente toda la pintura es de historia) nos ha entregado reyes muriendo, héroes degollados, secuestros y violaciones, masacres de pueblos inocentes… En fin.

Una de las obras maestras de la historia del arte es la serie de grabados de los Desastres de la guerra, de Francisco de Goya, un pintor que supo ver y transmitir como pocos el horror de una guerra, de una ocupación, del desastre de la violencia cuando, además, no sólo es permitida sino alentada. Sus desastres de la guerra, imágenes inolvidables, han servido de motivo para que los artistas de la actualidad las reconstruyan como esculturas.

Los desastres de una guerra no han cambiado tanto desde Goya, tal vez lo que haya cambiado es nuestra capacidad de aceptar el desastre como algo cotidiano, la guerra como una secuencia de un informativo. Tal vez ahora quieren hacernos creer que el arte no debe hablarnos de la violencia y del horror sino decorar nuestros salones de burgueses aterrorizados ante la violencia que nos rodea.

Según Gilles Lipovetsky, nuestro mundo actual vive una crisis, quizá la más grande de todos los tiempos. Dice que la problemática de la época actual radica en algunos puntos que invita a reflexionar:

La técnica. Debido a la técnica el hombre es sacado fuera de la producción y es privado del saber. La que sabe es la máquina. La máquina puede ser un instrumento del hombre o el hombre convertirse en un apéndice de la máquina. El desarrollo técnico nunca había alcanzado semejante expresión. Las máquinas ordenan el mundo, plantean necesidades. El hombre en esta sociedad técnica se convierte también en técnico: el hombre mecánico. El hombre en la gran metrópolis es un número más, pierde su historia y su identidad. Es esta misma sociedad la que produce más de lo que necesita, generando así el consumismo.

Las nuevas actitudes. Apatía, indiferencia, deserción. No hay grandes propósitos: ninguna ideología política es capaz de entusiasmar a las masas, la sociedad posmoderna no tiene ni ídolos, ni tabú, ni tan solo imagen gloriosa de sí misma, ningún proyecto histórico movilizador, estamos ya regidos por el vacío, un vacío que no comporta, sin embargo, ni tragedia ni apocalipsis.

El individualismo. Ni los partidos políticos, ni la religión, ni la familia son valores estables y absolutos. Cuanto más la ciudad desarrolla posibilidades de encuentro, más solos se sienten los individuos; más libres se vuelven las relaciones, más rara es la posibilidad de encontrar una relación intensa. En todas partes encontramos la soledad, el vacío, la dificultad de sentir de ser transportados fuera de sí. En esta sociedad tenemos múltiples modos de estar con otras personas, pero no de encontrarnos profundamente con aquellos que compartimos quizá más de la mitad del día. Estamos juntos; pero estamos solos…

El narcisismo. Hoy el cuerpo ha cobrado gran importancia, basta con encender la TV y ver un comercial: debemos cuidar nuestro cuerpo con todo tipo de cremas, el cabello necesita determinados productos, etc. Esta imagen estereotipada ha generado dos patologías bastante graves entre los adolescentes: la bulimia y la anorexia.

Y al ver la realidad que nos atropella, académica o sin tanta reflexión, vuelvo al cuestionamiento del titular: ¿Todo es asunto de percepción? No parece serlo. Es más bien aquello que Jean-Claude Marie Vincent de Gournay acuñó en la fase simplemente como laissez faire, laissez passer, tan propio de algunos políticos que en lo municipal han sido rebasados por sus compromisos de campaña.

 

 

Armando Zamora. Periodista, músico, editor y poeta.
Tiene más de 16 libros publicados, 12 de ellos de poesía. Ha obtenido más de 35 premios literarios a nivel local, estatal y nacional. Ha ganado el Premio Estatal de Periodismo en dos ocasiones.  Ha sido becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Sonora (FECAS). Una calle de Hermosillo lleva su nombre.


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