La Perinola: La comprensión es urgente

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Por Álex Ramírez-Arballo
Álex Ramírez-Arballo
Estos días se me han presentado más confusos que de costumbre. Es evidente para todos los que atravesamos esta ya muy larga crisis, que los resortes del mundo se encuentran en proceso de reacomodo; ¿es esto bueno o malo? No lo sabemos porque las consecuencias de estas trepidaciones todavía están por verse. Las justificaciones que desde la academia y otras zonas de la intelligentsia son múltiples y todas concuerdan en un ajuste de las estructuras tradicionales de poder; por supuesto que en su lectura influye el peso específico que la economía, la sociología y la antropología cultural poseen hoy en día tratándose de hacer la lectura definitiva del nuevo desorden mundial. En lo que a mí concierne, que claramente disto mucho de pertenecer al selecto grupo que conforman esos señores, opto por utilizar recursos reflexivos menos vistosos y populares hoy en día; me refugio en la humilde disciplina de la hermenéutica filosófica porque entiendo, como lo supieron ver sus padres fundadores, que la realidad humana se encuentra, como los textos, cargada de significados complejos y no pocas veces contradictorios. Diría yo que el mundo de los hombres es el sumum de los textos, el tejido vastísimo de intencionalidades, señales, trampas y gestos susceptibles de ser interpretados como lo haría uno con una historia imaginada alguna vez por alguien.

Sé que lo que digo no es nada original, también sé que entraña ciertos riesgos, como el de caer en el reduccionismo ficcional de los promotores de las teorías de la conspiración, que incurren en un error de bulto: suponer que, como sucede en las novelas, es posible determinar un solo conjunto narrativo que lo incluye todo ordenadamente, como si la confusión y oscuridad que le son propias a la historia del mundo fueran susceptibles de ser reducidas a una lógica de carácter unívoco. Por eso me veo obligado a decir lo obvio: el mundo es mucho más complejo de lo que podemos suponer; en esto los sociólogos, aferrados a sus fetichismos ideológico, equivocan el tiro. Ellos confunden sin saberlo lo complicado y lo imposible; aspiran a explicarlo todo y esto es tan absurdo como querer construir una casa cuando la única herramienta con la que se cuenta es un martillo.

Pero vuelvo a mi asunto. Estamos obligados a interpretar con sutileza la porción de relato que nos ha tocado, aunque sabiendo que nuestra lectura será siempre limitada y, esto es muy importante, deberá complementarse por necesidad con las interpretaciones de los demás. Lo nuestro es una aproximación de conjunto que demanda esfuerzo pero también paciencia, buena voluntad, virtud y gracia. Estoy hablando de la sofisticación del espíritu. Quien no está interpretando no está pensando porque el pensar no es otra cosa que tratar de comprender motivaciones y causas, intenciones y formalizaciones en el torbellino de signos que nos rodean. A eso nos abocamos los hermeneutas, a la justificación racional y plural de los posibles sentidos del discurso que nos constituye como especie, es decir, como personas y comunidad.

Hermes, el dios griego, es mi divinidad tutelar, y lo es porque encarna aspectos de la persona que yo considero paradigmáticos: mestizaje, sentido del humor, deseo de saber y voluntad de traducción. Es el dios del cruce de caminos, el dios que protege el comercio y la broma, el saber y el conocer, el diálogo y el cuento. Padre mitológico de la comprensión, Hermes une el cielo y la tierra porque sabe que el querer conocer es una aspiración aérea de los que habiendo nacido con las alas de la razón están condenados, desde el tiempo anterior a todo tiempo, a arrastrarse por los suelos del mundo. Aquí el asunto ético: querer comprender nos recubre de una dignidad personal que no podemos alcanzar de otro modo. El dolor natural que nos ocasiona el esfuerzo intelectual nos justifica y da sentido, nos envuelve con el fulgor de una belleza radicalmente honda y espiritual. Ese es el estado al que aspiro y que yo he dado en llamar el “cruce de caminos” porque supone la pluralidad cosmopilita de la verdadera inteligencia, que no es otra cosa que la voluntad de contacto.

Asumir todo lo anterior nos libera del yugo identitario unívoco implícito en toda ideología. Somos creadores de múltiples lecturas con la condición de que estas no pretendan ser infinitas; es importante acotar la monstruosidad posmoderna por antonomasia: la posverdad. Es decir, es necesario dejar en claro que la pluralidad interpretativa no es relativismo. El mundo de los signos es complejo, he dicho, pero es real, existe, está ahí. El gran pecado contra el Espíritu es el de suponer que la realidad es una “construcción social”, un “relato”, un “simulacro” que obedece ciegamente mis caprichos. La tardoadolescencia posmoderna se aferra con uñas y dientes a esta basura: cierran los ojos ante los que les desagrada y corren a esconderse bajo la cama cuando desde la trinchera de la razón se les señalan semejante acto de barbarie. Una concepción aristotélica de la experiencia humana ha de suponer, insisto en ello, una mirada obligadamente analógica. Por cierto, los poetas han conocido esto durante milenios.

No sé si he sido lo suficientemente claro, pero me bastaría con concluir afirmando que el acto de interpretación es señal inequívoca de la virtud. Se trata de la prudencia del que mira con recelo lo que lo rodea, y eso no excluye a los espejos. El prudente sabe que puede equivocarse, por eso acude al diálogo con los demás y atiende lo que esos otros le dicen; es capaz de partir de un prejuicio –como lo hacemos todos-, pero sabe también que llegado el momento es capaz de abandonarlo para asir nuevos paradigmas. Contrario al vicio infame del individualismo caprichoso, el prudente se sabe ante todo persona y comprende muy bien la urgencia de comprender el mundo y comprenderse a sí mismo en ese mundo. Esto es, pues, la demanda que la historia nos hace ahora mismo: combatir el terrorismo epistémico, la chifladura institucional, el caos organizado por los enemigos del progreso intelectual y material de todos. Si hemos de combatir con éxito la irrupción de la demagogia y el autoritarismo que amenaza nuestras democracias ha de ser desde la validación filosófica de la verdad como patrimonio común y basamento insustituible de todas nuestras instituciones.




 

Álex Ramírez-Arballo. Doctor en literaturas hispánicas. Profesor de lengua y literatura en la Penn State University. Escritor, mentor y conferenciante. Amante del documental y de todas las formas de la no ficción. Blogger, vlogger y podcaster. www.alexramirezblog.com


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