Ludibria: El chico rudo de Brooklyn contra el ruso de Leningrado

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“el ajedrez no vuelve loca a la gente;
el ajedrez es algo que conserva la cordura de alguien que está loco”

– Maestro Internacional Bill Harston, psicólogo

 

Ramón I. Martínez
Ramón I. Martínez. La ChicharraEl match entre el aspirante Bobby Fischer y el campeón mundial Borís Spassky fue un acontecimiento internacional cuya celebración en Reikiavik, en la diminuta Islandia (hace ya 45 años) fue de gran trascendencia para el mundo del ajedrez, no sólo por el alto nivel de ambos jugadores sino por la parafernalia antes, durante y después del match provocada no sólo por la actitud de diva del aspirante Fischer, sino por el ambiente de confrontación ideológica propiciada por la Guerra Fría, que se vio reflejado sobre todo en los medios occidentales.

Ríos de tinta han corrido sobre el curioso anecdotario del encuentro, desde lo puramente ajedrecístico hasta lo parapsicológico, pasando por su inserción en la biografía de más diversa factura. La magnífica obra objeto de esta reseña, Bobby Fischer se fue a la guerra de David Edmonds y John Eidinow, se ubica ante todo como una amplísima investigación de alcance internacional a través primordialmente de los testimonios directos de los protagonistas de este drama que a veces semejaba alguna película de los hermanos Marx. Un gran mérito de esta obra es que dichos testimonios han sido expuestos y confrontados con impecable lógica, sin por ello perder la tensión narrativa en este extenso relato, de lenguaje ágil y lleno de sentido del humor. No sólo se trata de una magnífica investigación acerca del más célebre episodio ajedrecístico del siglo pasado: se trata de sendas biografías de ambos protagonistas a la luz del match que trastocó sus existencias.

Desde 1948, la Unión Soviética ostentaba un dominio absoluto en los torneos internacionales de ajedrez (olimpíadas por equipos incluidas) que se veía reflejado en el hecho de que todos los campeones del mundo pertenecían a su sistema comunista (Botvinik, Smyslov, Tal, Petrosian, Spassky), lo cual hacían aparecer como prueba irrefutable de la superioridad ideológica soviética frente al corrupto sistema capitalista. Hasta que apareció Fischer.

Robert James Fischer (nacido en Chicago en 1943) vivió la mayor parte de su infancia en Brooklyn. Era un chico malo para la mayor parte de la gente y un perpetuo adolescente (que por ello merecía siempre indulgencia) para sus allegados. Fue niño prodigio, una especie de Mozart del ajedrez (aunque menos jovial y bromista que el músico), que a los quince años sería por primera vez campeón de los Estados Unidos (título que refrendaría ocho veces) para convertirse en el maestro Gran Maestro Internacional más joven de la historia.

Después de su meteórico ascenso en la década de los cincuenta, sufre un estancamiento en la mayor parte de los sesenta, en buena parte debido a sus constantes exigencias a los organizadores de los torneos internacionales, sobre todo en lo económico, que al no ser concedidas concluían con la renuencia de la joven estrella a participar pues consideraba que merecía un trato igual o superior al de las estrellas del box, basquétbol o beisbol, sin importarle que el ajedrez no fuera un deporte de masas. Por algo el novelista Arthur Koestler se refirió a él acuñando el término “Mimofante”: extraña mezcla de tacto de elefante para los sentimientos ajenos y sensibilidad de mimosa para los propios. “Los únicos objetos por los que Fischer parecía sentir una afinidad emocional eran sus piezas de ajedrez.” (p. 44). De modo que, ante el tablero “Bobby Fischer es el ajedrez”: una mala colocación de peones, por ejemplo, le duele no sólo psíquica sino físicamente: como si le hubieran dado de golpes.

El campeón Borís Spassky (Leningrado, 1937) fue una víctima sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial (para los rusos, “La Gran Guerra Patria”) y logró sobrevivir gracias precisamente a su casi sobrenatural talento para el ajedrez. Los autores lo llaman por ello “el hijo de la destrucción”. El régimen soviético protegió al pequeño Boris y a su madre y los sacó de la ruina. Spassky era un patriota, mas no se consideraba a sí mismo un soviético, sino un “ruso”; no era la persona ideal para representar al sistema ideológico al que supuestamente pertenecía, pues se brincó en muchas ocasiones disposiciones del partido así como eslabones  en la cadena modelo. No era, como sí lo era el Gran Maestro Taimanov, un “ciudadano soviético modelo”; a pesar de ello, en su categoría de campeón mundial (y antes de serlo) el sistema no fue duro con él pues lo consideraba una especie de “santo loco”.

(según la tradición rusa): una especie de bufón al que no hay que tomar demasiado en serio así se atreva a preguntar en público (¡oh sacrilegio!) a la edad de dieciocho (ya Gran Maestro) si acaso el camarada Lenin “tenía sifílis”. Al contrario de quienes sin conocerlo afirmaron que el campeón era un “gentil burócrata”(cosa que habrá hecho sonreír a más de un miembro de la Comisión de Deportes), Spassky en realidad era todo un caballero, un artista bohemio que disfrutaba de la amistad y de las fiestas. Todo lo contrario al solitario Fischer, para quien las mujeres ni existían, pues “estaba casado con el ajedrez”.

El relato se torna tragicómico al reseñar el divismo del así llamado “Mimofante”: retraso a presentarse al match  (este hubo de posponerse en numerosas ocasiones), ausencia en la ceremonia de inauguración, incomparecencia en la segunda partida, retardos para empezar todas las partidas, exigencias económicas que incluso hicieron peligrar el evento, protestas por la iluminación o el color de las casillas del tablero o por el uso exclusivo de la alberca del hotel, solicitud terminante de eliminar más filas de asientos y un interminable etcétera. Mención aparte merece el hecho de que Fischer exigiera la realización de la tercera partida en un cuarto de ping pong atrás del escenario preparado con tanto cariño por los islandeses, sin público, bajo amenaza de ahora sí retirarse de la contienda. Despúes de esta partida, el rumbo del match se inclinaría a favor del norteamericano de tal modo que ella es una muestra de cómo la caballerosidad de Spassky lo llevo a tratar al aspirante como “un camarada” en vez de como al enemigo implacable que con sus ataques y presiones fuera del tablero lo destrozó psicológicamente. Un verdadero chico rudo, James Dean del tablero, de modo que tal vez tenga razón la pensionista Vera Makarova que a través de una carta dirigida a la agencia soviética oficial de noticias, dice: “La gente se pliega a los caprichos de Fischer. La sola mención de su nombre en la radio o el periódico me llena de asco. Si yo fuera B. Spassky, consideraría indigno jugar contra un tipejo semejante.” (p. 158). De cualquier modo, este match pasó a la historia no sólo por su calidad ajedrecística, sino por haber sido una extensión de la Guerra Fría, cuando pudo serlo del Deshielo (distensión  que se daba entre URSS y EUA, que era preludio de mayor encono entre ambas superpotencias), de haber tenido el aspirante una conducta más amable y menos antisoviética.

 

 

 

*Ramón I. Martínez (Hermosillo, 1971) Maestro en Letras Mexicanas por la UNAM, profesor a nivel bachillerato en el Distrito Federal. Ha publicado Cuerpo breve (IPN-Fundación RAF, 2009). Cursa el doctorado en Humanidades en la UAM-Iztapalapa.


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