Imágenes urbanas: Entre la familia y el sol…

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Por José Luis Barragán Martínez
José Luis Barragán
Cuando en 1973, al término de la preparatoria, anuncié a mis amigos de Cuauhtémoc, Colima, que emigraría al Distrito Federal a trabajar y estudiar, a conocer nuevos horizontes, Gerardo, gran amigo de la infancia, también se apuntó, ambos teníamos 18 años, allá en la capital del país rentaríamos un departamento y nos dividiríamos los gastos.

Hicimos muchos planes, las noticias que llegaban del D.F. deslumbrantes, el rumor más cubierto de oropel era la posibilidad de ganarse la vida sirviendo café de 8 de la mañana a 3 de la tarde entre los empleados de alguna oficina de gobierno con buen sueldo y todas las prestaciones de ley, mientras que en Cuauhtémoc, el salario del campesino trabajando de sol a sol de seis de la mañana a seis de la tarde era de 15 pesos diarios con cero prestaciones laborales.

La distancia de Cuauhtémoc al D.F. en aquel entonces era de 550 kilómetros y se recorrían en doce horas.




Cuauhtémoc se localiza al norte y del Estado, se le ha llegado a llamar “El Cuernavaca de Colima”, ya que la temperatura promedio anual es de 18 grados centígrados. A la región del actual Cuauhtémoc, el prehispánico Rey de Colimán viajaba a tomar sus descansos, tal como lo hicieron los emperadores aztecas que viajaban de la antigua Tenochtitlán a Oaxtepec en el actual estado de Morelos.

Cuauhtémoc se encuentra al pie del Volcán de Fuego de Colima el cual alcanza una altura de 4,400 metros sobre el nivel de mar, quienes nacimos allí estamos acostumbrados a un promedio de 25 temblores de tierra por día, provocados por el mismo volcán, así como a sus constantes derramamientos de lava y fumarolas (como quien dice, el Popocatépetl nos da “bola”).

Precisamente, una de las imágenes más bellas que guardo del terruño es cuando el gigante rugía por la noche y todos los cuauhtemenses salíamos a la calle a disfrutar con la imagen del coloso bañado en lava, cuadro hermoso salido de las entrañas mismas de la madre tierra.




Pero volviendo a Gerardo, gran sorpresa cuando se “robó” a la novia y se casaron, a pesar de lo cual continuó con la idea de irse al D.F. y llevarse a su esposa, y así lo hizo.

Desde luego que los planes cambiaron, ellos se establecieron en la colonia Olivar del Conde y yo en Acueducto de Guadalupe, como quien dice me dejó “abanicando”.

Fueron años difíciles, el impacto de vivir en un pueblo de 3000 habitantes y cambiarse a una ciudad de 16 millones de almas fue traumático.

Para Gerardo la situación fue peor, ya que tenía que mantener a su mujer embarazada del primer retoño, cuadro dramático cuando en una ocasión que los visité los encontré comiendo en el mismo plato, porque solo tenían uno.
Reían y platicaban que todo iba bien, sin embargo a él cada vez se lo veía más esquelético y a ella cada vez más hinchada de todo el cuerpo, producto de alguna enfermedad de la que nunca les quise preguntar.




Y allá estaban los orgullosos hijos del Rey de Colimán en el D.F., Gerardo y familia viviendo debajo de una escalera en una vecindad, y José Luis Barragán en un cuarto de azotea de un edificio seis pisos (sin elevador) donde únicamente cabía una pequeña cama.

Gerardo se desempeñó en diferentes actividades, desde sacaborrachos en cabarets (por cierto una noche le pusieron una golpiza tremenda que lo tuvo varios días hospitalizado), hasta vendedor de mapas en el “Metro”, finalmente se estabilizó en un puesto vendiendo billetes de lotería de un partido político.

En esa época mi primer trabajo fue descargando carros de frutas y verduras en el mercado La Merced, luego en un pequeño restaurant de tortas y jugos lo cual fue un gran salto, ya que en La Merced comía tortas de plátano y en el restaurant me daba mis buenas hartadas con tortas de jamón. Por azares del destino, un verdadero golpe de suerte, conseguí trabajo en el Palacio de Bellas Artes, área de Producción teatral, este trabajo me permitió continuar mis estudios en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México.




El tiempo siguió, salimos adelante, el matrimonio de Gerardo bien, apoyándose mutuamente, incluso aceptando la ayuda del vecindario donde desde luego empezaron a surgir los compadres.

En agosto de 1979 decido emigrar a Hermosillo y fui a despedirme de ellos, recuerdo que Gerardo estaba contento porque le acababan de dar la planta en una industria de plásticos, su esposa ni se diga, feliz, para entonces ya tenían dos herederos.

Establecido en Hermosillo, alguna vez viajé al D.F. y los visité, Gerardo y su esposa habían progresado, incluso rentaban un pequeño departamento en la misma Olivar del Conde, me comentaron muy entusiasmados que estaban ahorrando para regresarse a Cuauhtémoc y poner un restaurancito.




Por fin en 1994, veinte años después, regresaron al terruño con cuatro hijos, el más grande de los cuales tenía la misma edad que cuando su papá había emigrado a la capital del país. Casualmente en esa ocasión visité Cuauhtémoc y me tocó verlos felices, se hicieron de un terreno y estaban levantando una casita, rentaron la casa de una esquina del pueblo donde pusieron el restaurant. Platicamos ampliamente de la gran aventura de juventud y de mi estancia en Sonora. Sin embargo percibí algo en sus comentarios sobre el retorno al terruño en cuanto a sus relaciones familiares: la gente de ella como que criticaba sutilmente la manera de ser de él y la familia de él como que también criticaba el modo de ser de ella.

Tres años después, en 1997, regresé a Cuauhtémoc, y cuando visité el restaurant éste lucía en total abandono. Gerardo estaba en un rincón con claras muestras de embriaguez, envejecido.




“Mi esposa y yo tronamos, mi estimado Barragán, hubo muchos chismes, muchos arguendes, que yo, que ella, hace un año nos divorciamos, ella quiere regresar, pero mi propia madre me ha dicho que le ha sabido muchas cosas sucias”.

He pensado mucho en Gerardo y su mujer, que su matrimonio nació, creció y lucharon juntos, los dos solos, ante los retos que les presentó la Ciudad de México, los familiares de ambos se había quedado en Colima, lo lógico era que al regresar al terruño con los suyos las cosas serían más fáciles. ¿Qué había pasado?

Todavía me parece escuchar aquella voz aguardentosa de un amigo en problemas: “O a lo mejor, Barragán, a lo mejor, es cierto el dicho aquel de que entre la familia y el sol, mientras más lejos mejor”.




*Por José Luis Barragán Martínez, colaborador


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