viernes, abril 19, 2024
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Basura celeste: Callejón sin salida (parte I)

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Por Ricardo Solís
Hace más de treinta años que supe lo que significaba hacer uso de una biblioteca, gracias a una visita grupal que realizó mi grupo de secundaria a la –entonces– única que existía en mi comunidad. Por supuesto, cada escuela que conocí contaba asimismo con una biblioteca, aunque de dimensiones reducidas respecto del edificio público que, con el tiempo, se convirtió en una especie de templo laico para dar rienda suelta a una de mis aficiones (o vicios, o enfermedades, o devociones) fundamentales: la lectura.

Yo sabía lo que era un libro y en casa de mi abuela había una buena cantidad, sin embargo, fue en una biblioteca donde enfrenté por vez primera lo que significaba un orden temático, una pesquisa que se orienta por la naturaleza de los contenidos o lo importante de un sistema de clasificación y la posibilidad de usarlo debidamente. Todo esto lo recuerdo porque, me parece, hoy día las bibliotecas son dependencias de servicio público que, si bien se han visto beneficiadas por la renovación de su marco legal y la especialización progresiva de quienes laboran en ellas, se ven amenazadas por numerosos factores, entre los que yo destacaría la pobre idea que el sector público ha tenido siempre de la “promoción” de la lectura, a pesar de ser uno de sus más socorridos eslóganes cuando se trata de “quedar bien” ante sus superiores o aquellos sectores de la sociedad capaces de juzgarlos o armarles un borlote (mediático o no).




Lo que menciono no es ningún misterio, las prácticas que las instituciones culturales (sobre todo las de orden federal) han fomentado en esta materia no han incidido de modo notable en los índices de lectura (nadie puede asegurar con pelos en la mano que, efectivamente, ahora se lea “más” que hace 25 años); además, al par de la gran cantidad de ciudadanos que entregan su esfuerzo para que jóvenes y niños tengan acceso a los libros, conviven asimismo aquellos que aprovechan la inversión estatal y se permiten obtener dividendos a partir de dotaciones editoriales que difícilmente serán rastreadas. La clave, pues, semeja más un problema de raíz que un asunto de procedimiento; la idea de que es posible “hacer” que alguien lea, “fomentar” una actividad que se distingue por su libérrima condición de hecho placentero pues, la verdad, carece (y carecerá) no sólo de presupuesto suficiente sino de promotores (profesionales o no) cuya perspectiva se nutra más de conocimiento que de buenas intenciones.

Si a lo anterior se suma que las propias instituciones culturales parecen restar la importancia y necesidad de espacios como las bibliotecas –que, materialmente y en el discurso, son desde donde parte la promoción de lectura– y pugnar, antes que otra cosa, por soluciones vinculadas a innovaciones de orden tecnológico o de plano deshacerse de ellas, como intentó la administración municipal de Querétaro a principios del año anterior (y sin pena, la idea era vender los inmuebles y justificar esa operación por la falta de usuarios y de presupuesto).

Al final, todo indica que estamos metidos en un laberinto monumental. Veremos que sucede en el futuro cercano.




 

Ricardo Solís (Navojoa, Sonora, 1970). Realizó estudios de Derecho y Literaturas Hispánicas en la Universidad de Sonora. Ha colaborado en distintos medios locales y nacionales. Ganador de diferentes premios nacionales de poesía y autor de algunos poemarios. Fue reportero de la sección Cultura para La Jornada Jalisco y El Informador. Actualmente trabaja para el gobierno municipal de Zapopan.


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