Basura celeste: Palabras para Miguel Manríquez

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Por Ricardo Solís
A diferencia de muchos, no recuerdo con exactitud el momento en que conocí a Miguel Manríquez Durán. Sé, eso sí, que fue hace más de veinte años, que ocurrió en los pasillos de la vieja Escuela de Altos Estudios de la Universidad de Sonora y que, además, se relacionó más con el ajedrez que con la literatura pues su hijo Santiago, entonces un niño que comenzaba la primaria, era ya un temible jugador que llenaba de orgullo a sus maestros y que, sin mayores trabajos, podía humillar a alguien como yo con un mate en ocho sencillos movimientos.

En aquel tiempo, creo recordar, Miguel ya no impartía clases en la Licenciatura en Literaturas Hispánicas y ese detalle contribuyó para que, con el tiempo, yo aprendiera a apreciar su magisterio desprovisto de pizarrones, gises o cifras en el margen derecho de una página cuadriculada. Y sí, reconozco en el autor de Rosita contra los dinosaurios (1980) a uno de mis muchos maestros porque, aunque carezco de títulos nobiliarios y de las aulas pasé directamente a la miseria, su ejemplo y camaradería me han acompañado, lo mismo que su poesía y su tan provechosa como agradable conversación.

Así, ahora que la Feria del Libro de Hermosillo (Felih) le hace un homenaje –más que merecido–, me queda claro que el tesón bien enfocado de Miguel ha rendido más de un fruto porque, más allá de una enorme labor académica, su obra poética ha tenido un eco de orden diferente, una respuesta que se revela no en la imitación o la copia artera sino, antes bien, en la extrañeza ante un ritmo de excepción que conduce a cuestionar patrones propios y con ello, tal vez, dar con nuevas formas de acomodo para nuestras palabras, nuestros esquemas y articulaciones que otorgan sentido al mundo.




De hecho, mi admiración por sus poemas vino de antes, cuando a fines de los ochenta adquirí la primera edición de Tetabiate en el exilio (SEP, 1985), solo porque se trataba de un autor sonorense del que nada sabía y que, además, fuera de Gerardo Cornejo, Abigael Bohórquez o Ricardo Esquer, había publicado fuera de la entidad, un detalle de importancia en aquellos tiempos tan lejanos, donde todo era de otra manera. En ese libro me topé con un abordaje diferente para un mito local que daba voz a una figura histórica y, por otra parte, lo volvía cercano y tangible, cercano a la comprensión, pero distante de un lenguaje escueto y frontal.

Por supuesto, esa experiencia me condujo directamente a la biblioteca de Altos Estudios y a la lectura de Rosita contra los dinosaurios, un título que aborrecí en un principio y cuyos poemas me fueron convenciendo de la maestría de quien aquello escribía. Con los años, ya como amigos, me reencontré con sus versos –lo mismo en Mientras llega la claridad (1990) que en El aroma de la tribu (1996)– plagados de música y detalles que se enriquecían gracias a una adjetivación precisa y pasmosa, evidencia de un creador en pleno dominio de sus recursos elegidos.

Ahora bien, la presencia de Miguel Manríquez en la localidad no era solamente la de un profesor e investigador de El Colegio de Sonora sino, además, la de un periodista de opinión cuya voz era frecuentemente citada en los círculos de la fauna cultural sonorense; prueba de lo anterior son las compilaciones de ensayos y artículos que, con el tiempo, deberían ser de consulta obligada para que las discusiones sobre política cultural en la arena pública aspiren a una mayor sensatez y cordura.

Sin embargo, de todo lo anterior se podrá tener mejor idea al leer el excelente prólogo con el que Alejandro Ramírez da la bienvenida a quienes tienen ya en sus manos Lupercalia (ISC, 2017), la antología con que esta feria rinde tributo a uno de los autores sonorenses vivos más importantes a nivel nacional y que, sin duda, actualiza el trabajo poético de Manríquez al brindar un vasto muestrario de para una obra integrada por poemarios que, en la mayoría de los casos, son prácticamente imposibles de encontrar, ni siquiera en mesas de saldos.

Aclaro lo anterior porque, ante la pregunta de qué podía yo añadir a la larga serie de comentarios y felicitaciones que ha desencadenado el hecho de que la feria lleve ahora el nombre de Miguel, lo único que resta es relatar lo que, para mí, es la mayor enseñanza que su amistad y trabajo me han dejado y que, a falta de mejores términos, suelo designar como mi personal encuentro con la “interlocución”.




Pero he dicho que se trata de un relato, y eso es. Hace casi dos décadas, cuando Miguel llegó a Guadalajara para comenzar su doctorado en la universidad pública más conocida de aquellos lares, comenzó para ambos un periodo más o menos prolongado de encuentros y charlas frecuentes, de comidas y lecturas, que (quiero creer) hizo más fuerte nuestra amistad y, por lo menos para quien esto escribe, significó un parteaguas en la manera de tratar con la literatura y enredarme con un oficio que no deja de deparar sorpresas a quien lo escoge como profesión de vida.

De esta forma, gracias al poeta Miguel Manríquez pude comprender la importancia de abandonar la costumbre (que yo juzgaba endémica) de muchos autores nacidos en Sonora para no buscar un encuentro directo con quienes escribían en el centro del país y compartían un mismo tiempo y espacio. No hay que olvidar que me refiero a una noción producto de una época que, gracias en buena medida a internet y las redes sociales, ya no existe, una era en que el dialogo se tornaba casi imposible o su velocidad era inimaginable para un escritor actual que ronde los 30 años de edad; fue una época en la que solamente Abigael Bohórquez encarnaba la experiencia positiva de aprender y desarrollarse fuera del propio entorno, experimentar otras formas de producción de la escritura, más allá de la obra en sí misma, buscar que otros descubrieran y notaran lo que en Sonora se hacía en el ámbito de las letras (que no ha desmerecido ganar presencia en foros de cualquier sitio).




La interlocución, en este sentido, no era sino descubrir y aprender a construir un camino propio en este oficio, pero sin desestimar el diálogo con lo que no constituía nuestra zona de confort, nuestros autores emblemáticos, nuestras muecas de asombro o desgano ante esas “otras” interpretaciones, lecturas y escrituras que se hallan siempre ahí afuera para que podamos aprovecharlas. Miguel, para mí, significa un ejemplo de constancia y valor para ir al encuentro de otros sin que eso demeritara su carácter particular, su desmedido amor por el lenguaje y su capacidad aprender, ya se trate de literatura, cocina o el magnánimo arte de la conversación (tan desdeñado en la actualidad).

Felizmente, las cosas no son como antes. Hoy día, no son pocos los escritores de cualquier género que ya han ganado presencia a nivel nacional y, estoy seguro, más nombres se añadirán a una lista en la que ya se encuentran, entre otros, algunos alumnos del propio Miguel, un maestro en el que espero sepan hallar ejemplo como uno de quienes abrieron una brecha cuando apenas si podía imaginarse; a lo que añadiría que, firme en sus convicciones, ha sabido vivido vivir de acuerdo con la frase de Elias Canetti: “la modesta tarea del escritor quizá sea, a fin de cuentas, la más importante: la transmisión de lo leído”.




Y todavía más, ahora que uno de los libros de poesía de mayor trascendencia del pasado siglo –me refiero a Incurable (1987), de David Huerta– cumple sus primeros treinta años, es justo reconocer en Manriquez al mejor y mayor comentarista que esa obra particular de Huerta ha conocido. Para quien desee corroborarlo, basta que se asome a Poesía y contemplación (ISC, 2009), el disfrutable ensayo en el que nuestro guaymense se adentra en el vasto poema de Huerta para desentrañar su linaje dentro de la modernidad y expandir sus posibles lecturas.

Para concluir, regreso a Lupercalia, la antología que recoge casi cuatro décadas de labor literaria de Manríquez y que, en un nada desdeñable número de páginas, recupera poemas que nuevas generaciones podrán disfrutar y provechar. No me resulta extraño que Miguel haya optado por ese título para el volumen, quienes le conocemos no ignoramos su dominio de la tradición grecolatina y la especial atención con que sus palabras se aglutinan para andarse por un ramaje que permite reconocernos como hijos (todavía) de una tradición en la que nunca deja de ser trascendente el momento que prepara la carne para las subsecuentes formas de expiación y redención que, desde todas las tradiciones poéticas conocidas, continúan como un parámetro o un espejo para la creación.

Sé que he abusado ya de esta oportunidad y solamente agregaré que, este 2017, la Felih se ha hecho justicia a sí misma al elegir como su autor homenajeado a Miguel Manríquez. Los últimos años, además, son evidencia de que la feria tiene grandes posibilidades de crecer y convertirse en una oportunidad para autores de cualquier latitud que puedan presentar sus obras, así como un escaparate inmejorable para que los lectores –potenciales y no– de la entidad entren en contacto con los autores que han construido (y siguen construyendo) la tradición literaria local.




 

Ricardo Solís (Navojoa, Sonora, 1970). Realizó estudios de Derecho y Literaturas Hispánicas en la Universidad de Sonora. Ha colaborado en distintos medios locales y nacionales. Ganador de diferentes premios nacionales de poesía y autor de algunos poemarios. Fue reportero de la sección Cultura para La Jornada Jalisco y El Informador. Actualmente trabaja para el gobierno municipal de Zapopan.


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