jueves, abril 18, 2024
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La Perinola: Mi oficio es contarlo todo

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De metáforas que funcionan y definiciones caprichosas

Por: Álex Ramírez-Arballo
Álex Ramírez-Arballo, La ChicharraBienvenido a la realidad. La crónica es todo y más. No, no voy a aludir a las metáforas de las que comúnmente se echa mano cada vez que se habla de este prodigioso género literario; que si es un ornitorrinco o un centauro, un coro griego o una espejo roto para ver el mundo. La verdad es que todas esas metáforas me gustan y tienen su validez, pero en esta ocasión y como en todo lo que escribo sobre el arte y la literatura, me centro en una descripción fenomenológica, radicalmente ensimismada y en la que confío más que en cualquiera de las fuentes secundarias que muy notables y agudos escritores han forjado para ayudarnos a entender en qué consiste el arte de cronicar.

Diré algo más que una metáfora: la crónica es un testimonio verbal del mundo. Sí, lo mismo se puede decir de la poesía e incluso de la ficción, pero yo me “monto en mi macho”: crónicar es testimoniar desde el lenguaje y con los atributos propios de lo literario. Es decir, creo que la crónica trasciende el corral de la llamada no ficción y penetra, como la raíz insidiosa que es, en otros géneros. Tanto la ficción como lo testimonial mienten y dicen verdades fácticas, eso se sabe; así que no hagamos mucho escándalo sobre estas materias. El novelista utiliza rasgos de personas reales para darles forma a su personajes, y el cronista exagera o miente a la hora de consignar “puntualmente” lo que está observando.

No hay buen cronista que no sea buen mentiroso.

A mí esto me encanta, no sé a ti. Significa que la realidad y los calcos de la realidad son dos regiones unidas por el acto de la escritura, que es una suerte de vaso comunicante que une vida y palabra. Es un milagro.

Gente de antes

Mi contacto con la crónica sucedió en sonora cuando yo era pequeño. En aquellos años la crónica se publicaba en los periódicos a modo de columnas de mediana extensión en donde el autor evocaba siempre “ese tiempo bonito que se nos fue para siempre”. A mí me gustaba leer aquellos textos porque estimulaban mucho mi imaginación, me hacían recrear en la mente y en el corazón aquellas historias de bandidos y tesoros ocultos; ahora que lo digo me doy cuenta de que aquellas historias se parecían mucho a las películas del oeste: había buenos y malos, hermosas mujeres raptadas por partidas de indios desalmados; esto sin faltar la intrusión del elemento paranormal, casi siempre en la forma de un fantasma que volvía desde la tumba para saldar cuentas pendientes o indicar dónde había escondido un tesoro

Esos cronistas no sabían cómo conjugar el tiempo presente y eran, más que testigos de la vida, rescatistas de un folklore que vivía en las calles y que se materializaba en las conversaciones de viejos. Eran profundamente regionalistas o incluso localistas y no sabían ver más allá de sus narices: el mundo era un barrio y a veces solo una calle.

Con los años vinieron nuevas lecturas y un enamoramiento de la lírica, que por esos días yo vinculaba mucho más con la filosofía que con el testimonio; no supe de crónicas ni cronistas durante años, a pesar de que jamás renuncié a ver cien mil documentales, que bien pueden ser considerados la versión audiovisual de la crónica que se escribe en papel. El cine me ha enseñado a contar cosas y, sobre todo, a apreciar a quienes saben hacerlo como nadie.

Los años suelen poner las cosas en su sitio: así me pasó a mí.

La tradición de los nuestros

Creo que fue leyendo a las mujeres que escribían testimonio en los años setenta que de pronto todo lo vi con claridad: hay una profunda belleza en la vida cotidiana que se plasma por escrito utilizando un lenguaje directo y sencillo. La vida de las personas adquiere una visibilidad y una dignidad que escasea en la muchedumbre y en la naturalidad invisibilidad de lo rutinario; de pronto, gracias a este decir sencillo, la vida de una indígena o de un esclavo, o de una prostituta machacada por la vida adquirían una centralidad, así fuera momentánea, que me producía una suerte de emoción justiciera.

periquote

Por accidente cayó en mis manos una crónica de Monsiváis, una cosa rebuscada y jocosa, como casi todo lo que él escribía, y entonces comprendí algo más: la crónica no solo consistía en focalizar el discurso y “rescatar” a los marginales sino que era posible hacerlo haciendo gala del artificio literario de una manera tal que, además de próxima, la crónica podía ser bella. Eso me gusta mucho a mí, la idea de construir el texto con el cuidado de un pintor, con humildad y paciencia siempre. Sé que nunca se llegará a la perfección, pero digamos que esa aspiración alocada puede ayudarte a avanzar bastante en tu estilo.

Vinieron otros autores, pues, uno detrás del otro, gente como Alberto Salcedo Ramós, Leila Guerriero, Martín Caparrós o Villoro, que no me gusta mucho porque es demasiado elaborado e intelectual, pero que es indispensable.

A Leila una vez le dije que no era periodista, y se enojó. Lo que le dije es que era una escritora y una muy buena, pero ella insistió en que sí, que era una periodista porque su “técnica era periodística”. La mujer se encierra tres meses a escribir día y noche una crónica…Ya veo cuán periodística es su técnica.

Pero ya ni me acuerdo de qué iba la cosa…

¿Qué es la crónica?

¿Pero no lo dije ya? Es testimoniar desde el lenguaje. Quizás deberías agregar otras cosillas; por ejemplo, decir que es indispensable ser auténtico, tan auténtico que no puedas negarte nunca el privilegio de la contradicción. Cronicar además sin que exista mayor compromiso que el de la realidad misma, ajena a las viciosas causalidades que nos impone la ideología. Hablo de la realidad así, como es, sin juicio alguno: una cosa densa y con cuerpo, un poco de tiempo y agua y silencio, una flor o un relámpago quieto…¡Qué sé yo cómo decirlo! Pero lo sabes tú también, lo has aprendido en tardes en las que te sientas a ver la lluvia con los oídos, a viajar mil años luz sobre una piedra o a tocar muchachas con los ojos. Eso es así.

A veces escucho a personas que repiten esa tontera de la “hoja en blanco” y a mí me dan ganas de tomarlos por las solapas y agitarlos como lo que son, muñecos rellenos de aserrín y trapo. Pero, me pregunto, ¿cómo diablos va a quedarse uno callado habiendo tanto por contar y tantas cosas que ahora mismo cruzan frente a nuestros ojos como un río sin principio ni final?

Esto es absurdo.

Yo soy hijo del desierto. Ahí fue que vine al mundo y ahí aprendí a mirarlo todo; descubrí ante mí una pobreza vastísima, cierta opulencia monotonal que persiste una y otra vez, lo mismo que una llama contra el viento. Una vez, en una loma y viendo hacia abajo se me reveló un vallecillo de mezquites ralos y saguaros implorantes, entonces me dije: “Alejandro, aquí también puede brotar la poesía”. Eso me bastó para entender que el arte de las palabras es el arte del contar y meditar en público sobre aquello que uno recuerda y cuenta, que mucho tiene de sí mismo y de destino. No hay nada más humano que esto, nada que nos separe más de los animales hundidos para siempre en su misterioso mutismo. Por eso creo que cuanto más digo, cuanto más señalo en una página lo que ha sido vida en mí, más humano soy o para decirlo de otro modo, soy menos bestia.

Mi oficio es decirlo todo pero no hay quien lo haga de un solo tirón. Toca detenerme un momento.

Postdata

Es probable que algún muchacho me esté leyendo, alguien que quiere escribir. Te voy a dar un consejo no pedido pero que seguro te va a ayudar mucho: escribe siempre y olvídate de las relaciones públicas. Muy probablemente no serás famosos nunca, pero aprenderás a ver el mundo como muy pocos hombres han podido: escribir es rozar la verdad con la yema de los dedos. A mí eso me basta para morir en paz.

 

Álex Ramírez-Arballo. Doctor en literaturas hispánicas. Profesor de lengua y literatura en la Penn State University. Escritor, mentor y conferenciante. Amante del documental y de todas las formas de la no ficción. Blogger, vlogger y podcaster. www.alexramirezblog.com

 

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