miércoles, abril 17, 2024
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Ludibria: Variaciones acerca del signo

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Por Ramón I. Martínez
Ramón I. Martínez. La Chicharra“Hay palabras utilizadas por todos y entendidas por nadie, tales como: amor, Dios, rencor. Se toma el consenso como criterio supremo de certeza, eludiéndose tanto el necesario y saludable análisis de las propias palabras como el compromiso rotundo con la praxis social.” Algo así parece nos decía la catequista Nemesia que nos estaba adoctrinando con el segundo curso del catecismo del Padre Ripalda. A juzgar por su lenguaje, tal vez era una activista emanada de las selectas filas o varillas de la Federación Estudiantil de la Universidad de Sonora. Y todo su discurso venía a propósito de las palabras del Evangelio: “Se te pedirá cuenta de toda palabra ociosa”. Aquí no vale eso de que se me chispoteó, se me salió, lo dije sin mala intención, se me ocurrió, disculpe usted, no pensé que se fuera a molestar. No. El déspota supremo sí te ve y te escucha, y toda palabra dicha al descuido será contabilizada preparándote para tu enfrentamiento con Dolores. Así sea.

La palabra, antes que herramienta o adorno, es un signo: Aliquid stat pro aliquo (Un algo que está en lugar de otro algo). Los signos, propiamente hablando, son objetos manipulados por alguien con una intencionalidad comunicativa, sea esta última inconciente o deliberada.

Los signos, entonces, están para ser interpretados. Es casi obvio, una verdad de perogrullo, afirmar no será interpretado igual el acto de que se postre en señal de adoración una persona que el de que se postre en señal de imitación un simio. Tampoco es igual el significado de que el niño manche su pañal al de que el abuelo manche el propio. E igualmente, y perdóneseme la aparente gratuidad de los ejemplos anteriores, no es lo mismo el poemita ingenuo de un preparatoriano enamorado que los versitos mensos de la profesora senil: ambos merecerían ser valorados de manera específica y distinta. No sólo las palabras o las señales de tránsito son signos, también lo son las tonterías cotidianas, pan duro para la mayoría desdentada.

Nuestro mundo es un signo que espera ser leído, interpretado, medido y cualificado; y aunque no cualquiera tiene la intención de recibirlo y aceptarlo, vivimos sumergidos en los signos, lo cual plantea el dilema: llevamos el signo o el signo nos lleva.

Insisto, el signo –en el sentido amplio– sería “un algo que está en lugar de otro algo”, pero en un sentido estricto el signo para ser un signo requiere de la intencionalidad comunicativa: el simio que se persigna imita un signo, pero no lo realiza, no lo hace real, aunque el acto de la imitación no deja de ser un indicio susceptible por tal de ser interpretado.




Existe la frase “para ser torero primero hay que parecerlo”. Pero ésta no es un paradigma para todo oficio o profesión. Conozco a alguien que no estará de acuerdo con lo anterior y replicaría “para ser poeta primero hay que parecerlo”. En fin, el sujeto en cuestión irá dichoso a engrosar los destacamentos de las voces engoladas, más impostadas incluso que la mía.

Y sus “poemas” vienen a ser algo así como la bocina de corneta que lleva en el techo la charanga del verdulero: una exigencia estridente, la urgencia descarada de ser escuchado, desvergüenza, impudicia, exhibicionismo, talk show, confesión pública, poema que quiere parecer poema. “Nuevecita la verdura, papa blanca lavada nuevecita la papa, tomate bola, chile güerito, revolución en rebanadas, pasión a granel, mande o traiga el balde…” Sí, cómo no.

Probablemente, la autenticidad en la poesía proviene no tanto de las ganas de ser escuchado por otros, sino del silencio que nace de quererse escuchar uno mismo: una sed que canta en el oído, un diálogo interno. Nace entonces el poema como una necesidad, como la sangre espontáneamente surgiendo de la herida abierta, el golpe inevitable: el signo que, como si fuera natural, se instaura, fluye y se renueva.




El lenguaje de lo común y lo cotidiano, esto es, el lenguaje que sólo sirve para ponernos de acuerdo unos con otros, el lenguaje de la finalidad y de la utilidad, tiende a extirpar o a esquematizar cada vez más lo que hay de imagen en las representaciones significativas que el lenguaje transmite. En el cumplimiento de las faenas indispensables para la vida y en el trato diario, lo que importa es un núcleo conceptual fijo, que proporcione una comprensión rápida y segura; las palabras se convierten en monedas, que a fuerza de ser manidas van perdiendo brillo.

En la poesía, por el contrario, lo esencial es vivir las palabras en toda su virginal plenitud de sentido y plasticidad; la intuición se eleva sobre la comprensión, la imagen sobre el concepto. Se recobra la vida original del lenguaje y los signos, la imagen verbal que no pretende ser copia de nada, sino signo de un estado interior. La comunicación que se vuelve trascendente en el sentido que lo enuncian los siguientes versos de Quevedo:

Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.

Como dice Octavio Paz: “al leer conversamos con autores de nuestra lengua y de lenguas diferentes, unos vivos y otros, la mayoría, muertos”. Pese a la inmensa variabilidad social  y a la multitud de circunstancias accidentales que nos separan de los autores, la interpelación a lo que nos hace humanos es la sabiduría que nos comunica a través de tiempos y espacios diversos, lo que nos acerca a la verdad que otro podría haber vivido. Renunciar a esa experiencia para decir: “Quiero vivir mi escritura sin influencia alguna”, sería semejante a pensar “Quiero estudiar la geometría sin que me influyan ni los maestros, ni Euclides”. Ojalá le resulte divertido redescubrir el teorema de Pitágoras, y de paso nos presente el hilo negro.




*Ramón I. Martínez (Hermosillo, 1971) Maestro en Letras Mexicanas por la UNAM, profesor a nivel bachillerato en el Distrito Federal. Ha publicado Cuerpo breve (IPN-Fundación RAF, 2009). Cursa el doctorado en Humanidades en la UAM-Iztapalapa.


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