Algo cambió en el jardín

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Por Carlos Sánchez
Debo decirlo ahora. Antes que la desmemoria me encaje el puñal. Debo evocarlo para vivirlo de nuevo. Aunque otra vez al recordar el desasosiego, la nostalgia, ocurra. También es un remanso la catarsis.

Debo regresar al domingo aquel por la noche. A la hora en que la ciudad enciende sus velas de refuego. Cuando también los habitantes buscamos otro rincón que nos hable de los otros, y de nosotros mismos.

Para eso existe el teatro como un escenario dispuesto. Y Un Desierto Para la Danza: la cita anual como una bendición. El cuerpo que dice, la música que sugiere, las miradas que agradecen o repudian. Así es esto.

El colofón de esta edición, la veinticinco, de este Desierto paradoja de su significado, fue Antares. Mejor cerrojo: imposible.

El recuento de los años, el volver también quizá para evitar ese mismo puñal de la desmemoria que arrebata. Miguel Mancillas retomando lo antes dicho. Ahora con la diversidad de otros bailarines en la nómina. La confrontación interior de lo que un día construyó y hoy lo trae de nueva cuenta. A manera de reconstrucción.

Luego del protocolo, el importantísimo reconocimiento a los invisibles, los detrás de escena que se la rifan todos los días para que el arte llegue a los espectadores, en ese domingo después de las ocho de la noche, el telón se abrió.

Antares ya en escena. La primera pieza un deleite. La segunda: un estruendo.

Ocurrió lo que a veces evadimos. Acudimos (o acudí en solitario mediante la contemplación, el orden de los factores no altera mi corazón) a la pulcritud de los cuerpos en movimiento.  A la música como un reclamo, un reproche, un viento enorme que rompe una y otra vez la paz. Henry Górecki, el autor, a decir de los datos en el programa.

Acudimos, digo, al encuentro con nosotros, al momento aquel del desdén y la férrea lucha física, donde insistimos una y otra vez hasta lastimar y lastimarnos.

Algo cambió en el jardín se llama la pieza. Esa que se me instaló en las mandíbulas. Y permanece. A veces como un deleite, un sollozo, en ocasiones como un lugar del que nunca deseo salir.

Permanezco, insisto. En la certera caricia al viento de los movimientos sutiles y violentos. En un beso tan original como la luz del sol, como la melancolía que es la luna. Un beso insistencia del deseo. Un beso que lacera.

La escenografía y sus elementos. La naturaleza agreste. Los árboles y su sobriedad.

Isaac Chau y Tania Alday. Los bailarines que se exploran y nos hacen explorarlos. La memoria y una cita con el agravio de los instintos.

Omar Romero, el también bailarín que en su silente presencia nos conduce al desgarramiento desde sus pasos y la imagen que construye. Cargar con la cruz y arrojarla al sinsentido. Porque es preciso volcar las ataduras, el deshecho de los otros que es el de uno mismo.

La estética es un tema imprescindible. De principio a fin, esta coreografía está hecha de eso. Prohibido parpadear. Es más, la misma propuesta te lo impide. Con todo y lo desconcertante que pueda ocurrir la acción de mirar. No podrás huir. No hay resquicio donde nos quepa el nombre.

La luz es un abrazo. En el jardín las cosas no volverán a ser igual. En la memoria tampoco. En la vida, incluso, resuena, resonará por siempre el viento de una noche de domingo. Lo que se instaló en el interior, desde un escenario, desde un Desierto.

 

 

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