Imágenes urbanas: Cuéntame las estrellas

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Por José Luis Barragán Martínez
José Luis Barragán
Él tenía miedo de todo el mundo, por eso cuando se subió al ruletero se fue rápido hasta una esquina del asiento de hasta mero atrás para que nadie lo regañara.

Se acomodó con cuidado para que los alambres que salían del cuero no le fueran a romper el pantalón “de por sí…”, se limpió las manos en los calcetines porque le habían quedado todas mohosas al agarrarse de las agarraderas.

Una vez que se sintió seguro hurgó en la mochila directamente en la esquina que acostumbraba guardar lo que su madre le daba para que comiera en el recreo y sacó aquella bolsita de plástico, la cara se le iluminó cuando vio la pulpa de tamarindo con chile y el pedazo de pepitoria ¿por cual empezar?

Con decisión de ejecutivo agarró la bolsita y la mordió en una de las esquinas con aquella destreza que sólo da una experiencia bien aprovechada, su espíritu se calmó y se sintió feliz cuando por su garganta pasaba aquella sustancia espesa “picosa pero sabrosa”.

Ya tranquilizado empezó a ver pasar las calles, él siempre había dicho que el camión no se movía “las que se mueven son las calles” y su mamá le había dicho que estaba loco. Por más que quiso olvidar viendo pasar el mundo no lo pudo lograr y poco a poco, con los ojos perdidos en la nada recordó que a sus diez años le tenía miedo a la gente y a eso achacaba que no pudiera salir del segundo de primaria.

Mientras el camión seguía el estruendoso camino no podía olvidar los recuerdos que lo esclavizaban peor que la oscuridad a la noche y así vinieron a su mente aquellos toquidos nocturnos en la puerta de su casa a deshora de la noche, aquella voz suplicante que le decía a su mamá que tenía ganas de verla y de hablar con ella.

Entonces, cuando su mamá reconocía la voz quitaba la tranca de la puerta del cuartito de cartón de 4×4 y entraba un señor, siempre un señor diferente, había contado hasta diez o doce y era entonces el momento que él temía porque su mamá le decía que se saliera “para que contara las estrellas” y le sacaba el catre.

Pero a él no le gustaba estar afuera porque en el verano hay muchos moscos y en el invierno el frío no se aguanta, luego, cuando iba y tocaba y le decía a su mamá que ya sabía cuántas estrellas había nunca le creía aunque estuviera seguro que las había contado bien y entonces venía la amenaza acompañada de un jalón de orejas “¡mañana me las vas a pagar, latoso!”.

Lo que si le gustaba era que cuando salían los señores le daban a la pasada alguna moneda y a veces hasta un billete, por eso también procuraba estar despierto hasta que se fueran aunque a veces esto fuera hasta el día siguiente. Luego se metía y le preguntaba a su mamá que quién era ese señor y le decía “vino a traerme un dinero que me mandó tu papá por que él anda en el otro lado (si a su papá ni lo conocía), también le había dicho que algunos eran sus tíos y él lo creía, si no ¿porqué le daban monedas?

De todas maneras eran más los malos tratos que los buenos, su mamá siempre le decía que era un estorbo y le pegaba mucho y luego en el barrio las mamás de los otros niños no querían que se juntaran con él aún cuando los papás lo trataban muy pero muy bien, él no comprendía eso.

Tampoco comprendía cuando por el frío se quedaba en el cuarto y entonces escuchaba aquellos quejidos de su mamá, pensaba que el señor con el que estaba le estaba pegando pero luego escuchaba palabras cariñosas y al final suspiros, suspiros interminables.

El había crecido en el temor y mientras el ruletero seguía su interminable camino en aquella tarde soleada y polvorosa recordó cuando su mamá lo mandó a cantar a los camiones del centro, pero tenía tan mala memoria que luego le andaba inventando cosas a “Camelia la Texana” y la gente se reía de él y a él no le gustaban las burlas porque luego le daban ganas de llorar.

Por eso después su mamá le consiguió una caja para dar bola pero luego le armaron bronca los otros boleros de alrededor del Mercado Municipal porque le decían que ya eran muchos, además, el penetrante olor de la grasa “el osito” le empezó a sacar la sangre de la nariz y a diario andaba carraspeando.

Después su mamá le compró dulces y galletas de muchas marcas y en una caja de zapatos lo mandó a vender a los edificios de gobierno en el centro, esto sí le gustó porque siempre le habían gustado los dulces y aunque tenía prohibido comerse uno solo, él sabía que en la tarde cuando se fuera a la escuela le iba a dar algunos para que se los comiera en el recreo, sólo que ella no sabía que se los comía en el camino, luego en la tarde se regresaba a pie a su casa ya que se compraba algo con lo del pasaje, no le hace que luego su mamá le pegara porque decía que los tenis, aunque fueran de segunda, estaban muy caros.

De pronto sus malos recuerdos se truncaron y la cara se le iluminó al darle la primera mordida a la pepitoria, pero luego, sin que lo quisiera, una sombra de tristeza lo inundó al recordar que aquella noche le tocaba al “Panchón” visitar a su mamá “porque ya sabía qué días le mandaba dinero su papá con él”, así pues, tendría que volver a contar las estrellas, aunque ya supiera de memoria cuántas eran.

 

 

*Por José Luis Barragán Martínez, colaborador


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