Luces y sombras: Por decir lo que pienso, sin pensar lo que digo

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Por: Armando Zamora
Armando ZamoraNo estoy muy seguro que Nicolás Alvarado haya escrito lo que escribió sin haberlo pensado, sin haber medido las consecuencias de lo que sucedió después. Tampoco puedo decir que lo que vino días después haya sido, en estricto rigor, por causa de lo que escribió. Si fue por ello, pues qué lástima que haya tomado esa determinación.

Debo explicar, claro, a qué me estoy refiriendo con esto.

Todo mundo sabe que el pasado domingo 28 de agosto murió en California el cantautor Alberto Aguilera, bautizado en sus inicios artísticos como Adán Luna, y mejor conocido como Juan Gabriel, a quien los comentaristas de mucha confianza o los aspirantes a serlo, llamaban con el simple apócope anagráfico de “Juanga”.

Hasta ahora no se sabe de qué murió el también llamado “Divo de Juárez”, que por lo visto la gente no se ha percatado de la negativa carga semántica que acarrea esa palabra en nuestros días y sigue repitiéndola como si fuera un reconocimiento o un piropo. Y es que resulta extraño que mientras que a artistas de renombre internacional, con antecedentes de padecimientos y adicciones debidamente registrados, se les haya practicado la autopsia, a Juan Gabriel no, “a petición de la familia”, dicen los medios a modo. ¿Algo qué ocultar de la vida de un hombre que fue transparente?, según se ha repetido hasta el cansancio. Misterio.

El caso es que Juanga, Juan Gabriel, Adán Luna o Alberto Aguilera, todos en uno, como la Fuente Ovejuna, murieron de algo en Estados Unidos, donde radicaba desde hace muchos años, y se desataron los huracanes en las redes sociales: uno a favor, otro en contra, y el huracán del desinterés fue un soplo de nada frente a aquellos dos vendavales que se llevaron entre sus alforjas temas de verdad trascendentes para la nación, como el alza de la gasolina, el presunto plagio de la tesis presidencial, la visita de Trump, el muro de la vergüenza y otros asuntos que, a pesar de no ser buenos, “también cuentan, y cuentan mucho”, parodiando los spots del IV Informe.

En la canción “Tan joven y tan viejo”, Joaquín Sabina dice en una estrofa:

Por decir lo que pienso, sin pensar lo que digo,
más de un beso me dieron y más de un bofetón…

Y en el mundo actual, los bofetones cibernéticos están a la orden del día, porque cuando la jauría digital se desata, es imposible frenarla y la sentencia te acompaña para siempre: cada vez que alguien te busque en internet, tu imagen devolverá ese retrato deforme y monstruoso creado con retales de titulares sensacionalistas, frases sacadas de contexto y fotos de tu pasado rescatadas para humillarte.

La turba nace en las redes, pero puede convertirse en algo muy real. El linchamiento cibernético acaba en no pocas ocasiones provocando verdaderas tragedias. Y es que los justicieros de las redes sociales creen estar haciendo el bien, poniendo las cosas en su sitio, y la única forma de hacerlo es mediante la humillación pública.

La tormenta de acoso se conoce en internet como shitstorm, o tormenta de mierda, y es fomentada casi siempre por las mismas organizaciones que provocan campañas de apoyo o de rechazo a algún personaje o situación, pidiendo la firma y el renvío electrónico de esas herramientas dirigidas a defender un bien o a eliminar el mal. Atrás de esas campañas hay un gran negocio oculto que se alimenta de la recepción y renvío de la solicitud a oficinas donde no son recibidas, o si lo hacen, no son tomadas en cuenta. De ahí que en nuestro país este tipo de campañas no tengan éxito. Por lo general, cuando “provocan” algún cambio es porque ese cambio ya estaba previsto o porque tal funcionario ya había decidido irse a descansar a otro puesto.

Y de ahí también que, para simple descargo de nuestra alma inquisidora de sillón, salgan a relucir tantos #Lady y #Lord en las redes que no llevan a ninguna parte, sólo a sentirnos con un poquito de poder ante el monitor y el teclado para lavar nuestra indignación, esa misma que al apagar la computadora desaparece como por encanto.

La muerte de Juan Gabriel -como el 7-0 que Chile le propinó al Tri, las declaraciones de los funcionarios, la Casa Blanca de la Gaviota y la Hillary Trump de Peña Nieto- desató una shitstorm que cubrió no sólo el territorio nacional, sino que representantes de varios países de manera personal se unieron al duelo, ya por conocimiento de la obra del fallecido, ya por mero oportunismo político.

Y entre el fragor de las redes y columnas, sale a escena Irving Berlín Villafaña, quien en su cuenta personal de facebook publicó aladas palabras el mismo 28 de agosto sobre el difunto, y más tarde viene Nicolás Alvarado, quien en su carácter de colaborador del diario Milenio, el martes 30 de agosto escribió en su columna “Fuera de registro” la entrega “No me gusta ‘Juanga’ (lo que le viene guango)”.

“Yo no voy a poner nada de Juanga. Me da como hueva. Lo siento”, puso en la red social Villafaña, mientras que Alvarado comparte su opinión sobre Juan Gabriel y su obra.

“Nunca me ha gustado Juanga: jamás fui a verlo en concierto (muchos atribuyen a ello mi reticencia a su trabajo), si hay discos suyos en mi casa –sólo dos: el álbum doble del concierto en Bellas Artes– es porque son propiedad de mi mujer, y conozco apenas unas pocas de sus canciones que, confesaré, me han bastado para identificarlo como uno de los letristas más torpes y chambones en la historia de la música popular, todo sintaxis forzada, prosodia torturada y figuras de estilo que oscilan entre el lugar común y el absurdo. Ello, sin embargo, no me lleva a la ceguera cultural ni a la insensibilidad sociológica: sé bien que soy uno de los poquísimos mexicanos que no asumen a Juan Gabriel como un ídolo. Y sé también que el valor icónico que lo hace tal, equiparable al de la Virgen de Guadalupe pero también al de Octavio Paz (no por lo que hizo sino por lo que representa en el imaginario nacional), le otorga derecho a ser materia de análisis e incluso de homenaje en todos los espacios, incluso en uno administrado por la Universidad Nacional, institución que estudia todo lo digno de ser estudiado, lo que por fuerza incluye también los fenómenos de masas que marcan la cultura”, escribió Nicolás Alvarado.

Y añade en su texto que José Luis Paredes Pacho, quien sabe de rigor intelectual pero también de idolatría pop y quien conduce la emisión semanal dedicada a cultura en Observatorio cotidiano, la barra de opinión de Tv UNAM, le comparte en whatsapp: “Sus letras (de Juan Gabriel), todas, son infames pero su música no tuvo escrúpulos. Pasó por encima de toda corrección: eso es camp. Cuando lo despojemos de su aura Televisa y del clasismo podremos escucharlo”.

Dice Alvarado en su columna: “Mi rechazo al trabajo de Juan Gabriel es, pues, clasista: me irritan sus lentejuelas no por jotas sino por nacas, su histeria no por melodramática sino por elemental, su sintaxis no por poco literaria sino por iletrada. Y sé que la pérdida es real y que es enteramente mía. Pero condicionado como estoy por mi circunstancia, no puedo evitar reaccionar como reacciono”.

Y también invita a presenciar por www.tv.unam.mx el programa de Paredes Cacho en torno a Juan Gabriel, en el que tuvo la participación de Marco Hernández, “extraordinario periodista cultural y conocedor de varias subculturas, entre ellas la gay, que es referencia obligada cuando se habla de Juan Gabriel”, a Uriel Waizel, “que entiende de toda la música, de la más culta a la más indie a la más popular”, y, vía telefónica desde Guadalajara, a Luis González de Alba, “cuyas credenciales para ocuparse del tema son todas”.

Después se vino la tormenta de mierda contra el columnista, a quien mínimamente tacharon de que fue grosero, vulgar y petulante.

Podemos estar de acuerdo o no con lo dicho por Alvarado. O comulgar o no con lo dicho por Jorge Tirzo en Gatopardo: “La libertad de expresión tiene límites establecidos por la ética, la legalidad, el respeto y los valores del periodismo (u oficios afines). Nicolás Alvarado tenía el derecho de decir lo que quisiera, como persona. Pero como periodista, comunicador profesional y funcionario público tenía también el deber de comportarse de forma ética, plural, respetuosa. Basta recordar algunos de los valores fundamentales del “mejor oficio del mundo” para darnos cuenta de las fallas: El periodismo es investigación, fundamentación, imparcialidad, contextualización, honestidad, responsabilidad social…” Si esto es cierto, habría entonces que satanizar al 99% (por no decir que el 100%) de las columnas y programas de opinión que se producen en México.

Y también habría que estar conscientes que el 99% de los lectores de la columna “No me gusta Juanga (lo que le viene guango)”, y detractores en acto reflejo, no se tomaron la molestia de presenciar el programa al que el periodista estaba invitando en su texto, en el que se vertieron opiniones importantes sobre la obra de Juan Gabriel, que la enorme mayoría de sus seguidores ni siquiera imagina. Creo que ni el mismo Yuri Vargas, músico, profesor y escritor en la revista Círculo de Poesía, quien el 30 de agosto, le responde a Alvarado con una columna en defensa de Juan Gabriel: “Lo que se ve no se pregunta…”, se tomó el tiempo para observar el programa Observatorio cotidiano. En fin.

Aparentemente, como resultado de sus opiniones personales, tanto Irving Berlín Villafaña como Nicolás Alvarado fueron despedidos de sus puestos como director de Cultura de Mérida y director del TV-UNAM, respectivamente. No olvidemos que lo mismo sucedió con Sergio Romano en nuestro medio. Y La Puerta de Alcalá nos viene a la memoria.

Sobre la columna de Alvarado y su renuncia, Tirzo menciona en su artículo citado: “No me parece que sea una cuestión de violación a su libertad de expresión, ni una persecución de la policía de las buenas costumbres. Creo que es sobre todo un asunto de ética profesional. Como todo dilema ético es una reflexión desde la razón y la voluntad. Si Nicolás Alvarado decidió renunciar como parte de tal reflexión ética, la decisión me parece razonable. Sería preocupante si se comprobara que “lo renunciaron” mediante presiones oscuras. Eso sí sería censura y limitación”.

Que no nos extrañe: en nuestro país la doble moral tiene una curul importante junto a los medios y a los gobiernos. Se mide el mismo acto de manera diferente. Y sucede hasta en las instituciones que repiten sus valores hasta el cansancio, mientras la oscuridad se mantenga.

Y que ahora el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred) le haya solicitado a Nicolás Alvarado ofrecer disculpas y abstenerse de usar lenguaje que pueda ser considerado discriminatorio, en relación con la columna No me gusta Juanga (lo que le viene guango), me parece no sólo una exageración, sino un acto de oportunismo propio de las instituciones que no sirven para nada y que desean justificar su existencia con nimiedades. Y esa es mi opinión personal.

Al respecto, el Conapred manifestó en su exhorto que las palabras de Alvarado pueden considerarse “presuntamente clasistas y discriminatorias, contrarias a la dignidad de las personas de la diversidad sexual”. La petición incluye:

1. Evitar realizar manifestaciones que pudieran considerarse contrarias a la dignidad de las personas de la diversidad sexual y clasistas.

2. Que ofrezca una disculpa por el agravio que pudo haber ocasionado con sus manifestaciones y refrende su compromiso por realizar esfuerzos en su quehacer público para que se respeten los derechos de las personas de la diversidad sexual y de quienes se hayan podido sentir agraviadas.

3. Que refrende su compromiso para que en lo sucesivo, las publicaciones que realice en sus notas periodísticas se desarrollen en el marco del respeto a los derechos humanos de las personas, en particular de los grupos de población que históricamente se han encontrado en una situación de discriminación por estigmas y prejuicios socialmente construidos.

4. Que tome un curso de sensibilización sobre el derecho de las personas a la no discriminación con el compromiso de que en su quehacer público y privado observe su contenido.

5. Que se abstenga de utilizar un lenguaje que pueda ser considerado discriminatorio en sus notas o escritos periodísticos y en su quehacer como servidor público.

Pero la gran pregunta es ¿dónde estaba el Conapred cuando el presidente del Instituto Nacional Electoral prácticamente vomitó sobre representantes indígenas y padres de los 43 normalistas desaparecidos en Guerrero?

Recordemos las palabras de agravio del consejero presidente del INE, Lorenzo Córdova Vianello, contra los descendientes de los pueblos originarios y algunos de los padres de los 43 normalistas desaparecidos en Iguala, en una llamada telefónica. En el audio filtrado en mayo de 2015, Córdova sostiene una conversación desde un teléfono propiedad del instituto con el secretario ejecutivo de ese organismo, Edmundo Jacobo, sobre una reunión de trabajo con y se escucha:

“A ver güey, Edmundo, no mames, hay que escribir las Crónicas Marcianas desde el INE… no voy a mentir, te lo voy a decir como hablaba ese cabrón, te lo voy a decir: Yo jefe gran nación chichimeca, vengo Guanajuato, yo decir a ti o diputados para nosotros o yo no permitir tus elecciones… ven mucho Llanero Solitario, cabrón, con ese Toro, cabrón… nomás le faltó decir: Yo gran jefe Toro sentado, líder de gran nación chichimeca… no mames, cabrón. No, no, te lo juro, cabrón: o acabamos muy divertidos o acabamos en el psiquiatra de aquí, cabrón”.

O aquella joyita de Peña Nieto, cuando en una entrevista radiofónica con Salvador Camarena, ante la pregunta de ¿Cuál es el precio de la tortilla?, el entonces candidato respondió: “No soy la señora de la casa”, en lugar de aceptar que ignoraba el dato.

O esa otra de Rosario Robles Berlanga: “Los periódicos se hicieron para matar moscas y limpiar vidrios…”, menospreciando la labor de los periodistas, y que muy bien pudo incluir Jorge Tirzo en su colaboración en Gatopardo… pero no lo hizo.

¿Dónde estaba el Conapred?

Porque de acuerdo a su exigencia, ese Consejo “considera que el lenguaje y los actos discriminatorios impiden la construcción de un país justo, equitativo, diverso y próspero. La discriminación no afecta únicamente a una persona o a algún grupo poblacional, es un problema estructural, histórico y cultural que repercute en el desarrollo social. Además, impide aprovechar la capacidad de numerosos grupos de población para contribuir al desarrollo económico del país”. ¿Otra vez la doble moral?

Yo de Juan Gabriel no puedo hablar mucho, porque ¿para qué? Ya lo dijo el mismo difunto y también Yuri Vargas: “Lo que se ve no se pregunta”. De sus canciones sí puedo dar mi punto de vista, que se basa en un simple principio de gusto personal, tan válido como el que más.

De las presuntas más de 1,800 canciones compuestas por Juan Gabriel —que según me comentó un amigo con quien estudié la secundaria en Navojoa, él le había vendido algunas al Divo de Juárez, y permanece por ahí el fuerte rumor de que la canción “Amor eterno” la había compuesto un sonorense que también se la vendió— quizá unas tres me sigan gustando desde mi adolescencia. De las que aparecieron después no hay alguna que me guste. Conozco las canciones, claro, algunas me hacen esbozar una sonrisa por su facilismo retórico, “sin escrúpulos”, dijo Paredes Cacho, incluida, por supuesto, la canción a Hermosillo, Sonora. Y en YouTube puede uno asistir a los conciertos y reírse (o no) por los desfiguros de mariachis, artistas invitados y del propio cantante al cálido fervor casi religioso del público, que literalmente puede mover montañas, pero no se atreve a promover la renuncia de medianos y altos funcionarios de gobierno.

Lo que sí me llama la atención son los arreglos musicales tan ricos de las melodías atribuidas a Juan Gabriel de los últimos tiempos, ya alejados de los arreglos tipo Festival OTI —que se parecen a los arreglos de los boleros que canta Luis Miguel o los de las canciones del viejo José Luis Perales y de Joan Manuel Serrat, hechos por Ricard Miralles—. Ahí hay una riqueza poco estudiada, pero que desafortunadamente no es obra de Alberto Aguilera, sino de otros músicos. Y en general, el público no le pone mucha atención a eso, porque no le interesa.

Y aquí es donde uno debe reconocer que lo popular no necesariamente va ligado con la calidad. Y la calidad es otra cosa que no nos llega a la gente, porque los medios no se atreven a divulgarla: no vaya a ser que despierten al independentista (cultural) que todos llevamos dentro, sobre todo en el Mes de la Patria…

 

 

Armando Zamora. Periodista, músico, editor y poeta.
Tiene más de 16 libros publicados, 12 de ellos de poesía. Ha obtenido más de 35 premios literarios a nivel local, estatal y nacional. Ha ganado el Premio Estatal de Periodismo en dos ocasiones.  Ha sido becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Sonora (FECAS). Una calle de Hermosillo lleva su nombre.


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