jueves, abril 18, 2024
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La Perinola: La visión

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Por: Álex Ramírez-Arballo
Álex Ramírez-Arballo, La ChicharraCuando tenía diez u once años, no lo recuerdo con precisión ahora, vi a Dios por vez primera. Me lo encontré al despertar después de una breve siesta en la que había caído sin querer, acostado sobre una de las fuertes ramas de una higuera matriarcal que antiguas manos desconocidas plantaron en el centro de un pequeño huerto: había pertenecido a la familia de mi abuela materna desde siempre. Como era mi costumbre – y sigue siendo-, después de comer salí a dar un breve paseo con un libro bajo el brazo; quería hacer la digestión leyendo alguna ficción llena de aventuras. Por obvias razones me dirigí hacia la higuera: nos encontrábamos en pleno verano y apenas iniciadas “las aguas”, la planta generosa reemplazaba por la mañana los higos que le habíamos robado el día anterior. Necesitaba un postrecillo. Me trepé pues hasta una rama gruesa, flexible y que terminaba en unas falanges cadavéricas cubiertas de hojas ásperas. Comencé a leer y no tenía que hacer más esfuerzo que el estirar la mano para alcanzar uno de esos frutos encapuchados y dulcísimos con que deleitaba mi paladar mientras mi mente acompañaba las aventuras de un barco pirata.

Los vapores de la digestión fueron nublando mi cabeza: un sopor lento que poco a poco fue subiendo de intensidad hasta que, como una de esas olas verdosas donde se hundieron las desventuras del capitán Flint, hube de hundirme yo también en la más absoluta inconsciencia. 

Me dormí y no soñé nada, quiero decir nada como una imagen, como soñamos siempre que decimos: “Fíjate que soñé con fulana o sutano…” Lo que sucedió fue que comencé a sentir de pronto un vaivén, una suerte de bamboleo que me hizo pensar, no podía ser de otra manera, que me encontraba acostado boca arriba en la cubierta de un viejo barco: arriba, abajo, arriba, abajo… Luego sentí un aire fresco que me envolvía todo y me producía incluso ligeros escalofríos: el verano del desierto es agobiante y aquellas ráfagas venidas de no sé dónde me produjeron un profundo alivio, y eso fue lo que poco a poco me hizo despertar. Entonces sucedió el milagro: un cañonazo potente, cósmico, me hizo dar un salto en aquella cama vegetal en la que me había recostado. Tardé unos segundos en entender lo que ocurría: la higuera se sacudía furiosamente, como la arboladura de un galeón atrapado entre los oleajes del huracán. Yo había despertado…, y el mundo también.

De un salto caí en el suelo, busqué a tientas el libro porque el día se había vuelto casi noche en un instante: lo encontré entre la hierba reseca. Lo doblé como un taco, me lo metí en el bolsillo trasero del pantalón y salí a toda prisa. Sobre mí el cielo era un delirio de nubes oscurecidas y relámpagos y rayos. Corrí, corrí a toda prisa conmovido por la fuerza del mundo que de un momento a otro se había convertido en un lugar hostil: tuve miedo. Me ametrallaban miles de gotas gordas y frescas. A los pocos metros me encontraba completamente empapado: la cortina de agua bañaba la tierra y el aroma del desierto se alzaba como un perfume, una esencia dormida que la igual que yo despertaba convocada por una naturaleza tan exquisita como despótica. 

A los pocos minutos llegué a la casa, a todo galope, con la cara mojada de lluvia y de llanto. Me encontraba conmovido por esa precisa mezcla de estupefacción y delirio, de ese horror fascinante que sentimos al percatarnos de nuestra vulnerabilidad de criaturas. Entré abriendo la puerta con violencia: nadie me esperaba. Entré y me acosté en la cama, empapado y con el corazón que ya se me salía por la boca; no quería saber ya nada: comenzaba a sentir en el espíritu y en la carne.

 

Álex Ramírez-Arballo. Doctor en literaturas hispánicas. Profesor de lengua y literatura en la Penn State University. Escritor, mentor y conferenciante. Amante del documental y de todas las formas de la no ficción. Blogger, vlogger y podcaster. www.alexramirezblog.com

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