Luces y sombras: La culpa no es nuestra…

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Por: Armando Zamora
Armando ZamoraDigamos que en Hermosillo vivimos casi un millón de habitantes que a diario nos levantamos con la esperanza nuevecita, como recién sacada del corazón, y nos echamos a andar  por esas calles semaforizadas de dios a recoger los pedacitos de ciudad que nos van dejando los políticos y los vivales, los rateros cotidianos y los pitufos uniformados que en todo están, sobre todo en misa, menos en los asaltos y los múltiples crímenes que a diario suceden. Sí: a diario suceden.

Digamos que en esta ciudad hemos nacido y crecido aún en contra de los planes municipales, y hemos sobrellevado la angustia y la incertidumbre como un apellido más en nuestro nombre de pila: hemos transitado por los años esquivando las declaraciones de nuestros folklóricos representantes populares (muchas veces ni siquiera elegidos por el pueblo), los abanderados de algunas ongs y del arzobispo emérito de Hermosillo y demás arzobispos y obispos importados. En esta ciudad hemos vivido y acaso en esta ciudad vayamos a morir atragantados de tristeza por el gris y paupérrimo jirón de mundo que les vamos a heredar a nuestros hijos.

Hemos tolerado a alcaldes corruptos y a choferes de camiones urbanos que se visten de asesinos bajo el manto de la impunidad. Y hemos aprendido las lecciones sociales, civiles y políticas de la peor manera: sufriéndolas en carne propia, descifrando los códigos de la tristemente célebre “Operación Manitas”, de aquel “Domingo rojo” que indignó a todos y que soltó al culpable, del incendio de una ABC que indignó a todo el abecedario de la esperanza sin una mínima luz de justicia, y de toda la sangre que a diario brota de las arterias de inocentes que se cruzan en el camino de la delincuencia organizada y solapada por las autoridades que deberían de velar por la seguridad de los ciudadanos.

Somos, en una palabra, un puñado de humanidad que literalmente ya no se cuece al primer hervor, que cuestiona a diario (y ahí está el reflejo en los programas de radio), que sabe leer entre líneas los discursos oficiales, que ya no se cree los informes de gobierno, que se ajusta el cinturón de los sueños para que los niños tengan un regalo en su día, para que crezcan a su debido tiempo, para que hagan su vida de adentro hacia afuera.

Hemos sobrevivido entre miseria y miserables, y hemos aprendido a detectar el olor a materia fecal que la mayoría de nuestros políticos emanan gracias a la enorme cola de erratas de la inteligencia que defienden de manera partidista aún en contra de su propio origen, de su bandera de campaña, de su instinto (para no comprometerlos con la inteligencia). La experiencia nos ha enseñado que entre los partidos políticos oficiales  y demás simulacros que nadan de muertito no existe diferencia al momento de defender sus curules en las cámaras: vivimos una época de defensa de posiciones no de ideologías, de números en la lista de representantes y la ausencia de compromisos reales con ese mazacote de rostros, nombres y esperanzas que los sociólogos denominan colectivos.

Y fatalmente seguimos siendo nosotros, quienes menos culpa deberíamos de tener en toda esta tragedia política nacional, los que palomeamos al giro o al colorado. Seguimos siendo nosotros quienes con nuestra insignificante vida pero ansiado voto llevamos a las cámaras a los dinosaurios y a los vivales, a los vividores sexenales y a los payasos de la tribuna, a los advenedizos y, acaso, a un mínimo número de bienintencionados que a la vuelta de un par de meses se alinean a la derecha de la corrupción, como debe de ser y como dios manda. Seguimos siendo nosotros quienes tenemos que sufrir las grandes garras de la ignominia con el rostro conocido de fósiles de mil colores que se despedazan bajo la mesa en un juego de absurdos repetido hasta el cansancio. ¿Qué culpa tenemos los que no militamos en los partidos que ellos, los señalados por un dios alcoholizado, quieran seguir asidos a las ubres del sistema después de hacerlo durante años para bien de unos cuantos y para mal de cientos de miles?

¿Qué culpa tenemos de la farsa legislativa de cada día, de los teatros montados donde nadie pone pero todos ganan, de esas comedias cuyo guion se conoce de antemano, en dramas mil veces vividos y que los políticos llaman “democracia” con una desfachatez soberbia, un estado de gracia en el que nos obligan a soportar grandes lonas en los cruceros, con lemas absurdos de tan gastados, lugares comunes propios de telenovelas cursis, y rostros que son la indignidad misma y la soberbia?

¿Qué culpa tenemos de que a esos tipos encopetados y envaselinados se les haya metido en la cabeza que son los personajes ideales para hablar por un país desde el pedestal infame de su propio partido, gremio de saltimbanquis del poder que ahora están ymañana ya no, según el favor del viento?

¿Qué culpa tenemos de que quieran embriagarse de poder, un poder mínimo, exiguo, nimio, contaminado de todo lo malo que pueda tener haberse creído invencible, arrollador, todopoderoso, como un dios inflexible en su tiempo que a todos nos condenó a vivir en el infierno: las crisis interminables, la corrupción, la impunidad y el terror diario que nos tenían prometido…?

¿Qué culpa tenemos de la prensa sometida a los poderes, que manipulan la realidad para vendérnosla envuelta en el oropel de las obras inconclusas, de los discursos retóricos, del maquillaje insolente de una miseria nacional que se entrampó en la inmediatez fáctica de una espada y una cruz blandidas por la misma mano y la misma visión de futuro: la del conquistador obsceno que llegó a estas tierras para hacer su nombre con la sangre de los demás?

Los jilgueros y tinterillos oficiales sostienen que los políticos en el poder no se equivocan nunca. Malhaya quien afirme lo contrario, babean con cinismo. Y cómo no: está en juego la chamba. Y todo lo que ella significa dentro del sistema de prebendas del que son beneficiarios. La defensa de la dignidad es otra cosa. Los portavoces de la demagogia simplemente cierran los ojos para hacer el trabajo sucio. Aunque ese trabajo sucio signifique, casualmente, decir las mentiras que aquellos que les pagan no dicen oficialmente.

Pero los demás sabemos que los políticos sí se equivocan. Que en una entrevista de banqueta pueden hacer pasar como verdades versiones que no son ciertas. Que el vaso medio lleno lo toman como acierto. Que niegan la existencia del vaso medio vacío. Que quieren vendernos la idea de que no existe más realidad que la que ellos observan desde una confortable oficina.

Nosotros, desde nuestra pequeñez cultural, económica, social, entendemos que las verdades políticas son aquellas que nos benefician a todos. Que lo que no nos ayuda simplemente no existe. Y por lo tanto, ni siquiera es motivo de discusión. Y somos capaces de disculpar equivocaciones en un marco de cordialidad, de participación y beneficio común.

Pero en la virtualidad de las verdades a medias no hay cómo disculpar a nadie porque simplemente las verdades a medias construyen mentiras a medias. Y sucede que las verdades a medias benefician siempre a esas alianzas fraudulentas que enriquecen más a los ricos. Y las mentiras a medias perjudican siempre a esa mayoría de bajo perfil social que se empobrece cada día más en esa tiranía del engaño que no nos permite crecer.

Algunos medios se empeñan en presentarnos a los políticos como semidioses omnipotentes, omnipresentes, omniscientes. Nada más falso: son seres de carne y hueso. Falibles. Que pueden, como usted y como yo, estimado lector, cometer yerros. Y los cometen.

Sabemos que los políticos sí se equivocan.

Y que también mienten.

Esa es una prerrogativa del puesto que ocupan transitoriamente.

Y no es a la sociedad, a la ciudadanía sin rostro y sin nombre a quien le deben la elemental, fundamental práctica de hablar con la verdad. Ni siquiera a los grupos de poder económico que los mantiene en el poder. Es, ante todo, a su propia calidad humana. A su ética. A su responsabilidad histórica.

Y en eso no caben los falsos festejos nacionales, esos de los que tampoco tenemos la culpa…

 

 

Armando Zamora. Periodista, músico, editor y poeta.
Tiene más de 16 libros publicados, 12 de ellos de poesía. Ha obtenido más de 35 premios literarios a nivel local, estatal y nacional. Ha ganado el Premio Estatal de Periodismo en dos ocasiones.  Ha sido becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Sonora (FECAS). Una calle de Hermosillo lleva su nombre.


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