lunes, abril 22, 2024
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Luces y sombras: A propósito del Día del Padre, El veliz de papá

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Por: Armando Zamora
Armando ZamoraSe acerca el Día del Padre. Y recuerdo ahora que hace un par de años tuve la honrosa oportunidad de presentar en la Feria del Libro de Hermosillo el libro El veliz de papá, de Enrique Ramos, un feliz sonorense nacido en Coahuila, porque la alegría, dicen, nace donde menos se espera.

Aprovecho este espacio para compartir con los lectores las palabras que en aquella ocasión leí para el acalorado público, y extiendo la invitación para que se acerquen al libro… y que lo lean, claro, porque hay cercanías que requieren de colonizaciones afectivas. Sale, pues:

¿Qué se puede decir de un libro que dibuja de pies a cabeza a un padre que llenó todos los rincones de una casa que era el mundo mismo; un padre que todos hubiéramos querido tener por triunfador, por visionario, por generoso proveedor de la familia, por patriarca mesiánico, por orador locuaz y por paciente escucha; un padre hombre, sencillo, sensible y mortal, como el que nos comparte Juan Enrique Ramos Salas en El veliz de Papá?

¿Y por qué, me pregunto, existe esa necesidad de literaturizar a Don Beto, un personaje que fue más realidad que ficción, que fue más carne que espíritu, que fue más concreto que abstracto, más ser que idea, más referencia que nostalgia, más muelle que oleaje, más arena que sensación, más caracola que rumor de un mar invisible y lejano…?

Esos, al menos para mí, son misterios que me gustaría despejar.

A mi parecer, se ha estudiado poco —y se ha practicado menos— el efecto terapéutico que tiene la literatura.

Y no me refiero aquí a los estudios médicos en sí o a los catálogos de herbolaria o a los libros de sanación espiritual, o a los de medicamentos y su uso, los vademécums, tan recurridos por Don Beto, por cierto.

Ni siquiera a los libros de autoayuda, aunque bien vistos, en rigor todo libro es un compendio de autoayuda, dependiendo de la situación que uno atraviesa y del libro al que uno se aferra como náufrago a su isla.

Sí: la literatura universal está llena de estos testimonios hacia la figura paterna.

Yo creo que Gabriel García Márquez levanta en Cien años de soledad, por ejemplo, uno de mis libros fundamentales, un monumento familiar cuya base fundamental es la figura del padre: José Arcadio Buendía, fundador de Macondo y de toda una historia que dura más de un siglo, es un constante regreso a la memoria de un padre colosal que una y otra vez aparece en la novela haciendo que el tiempo, cíclico como es —confiesa García Márquez en voz de uno de los personajes—, se apriete cada vez más en un personaje que se extravía en los caminos que se alejan de la razón y muere sin morir en un pueblo imaginario que podría ser cualquier rincón del mundo donde habite un personaje que asuma el rol de padre y guíe a su descendencia hacia sí mismo.

Quizá el misterio de El veliz de Papá, entonces, deja de ser un poco el enigma inicial que empuja a los escritores a hablar de su padre para, tal vez, verse en ellos como en un espejo tamizado por el tiempo.

Jeremías Gamboa es un escritor peruano que hizo un estudio a partir de su experiencia personal (cuando su padre estaba muriendo de cáncer), para intentar comprender el lado humano de las obras de los escritores Mario Vargas Llosa, Franz Kafka, Philip Roth, Marcos Giralt Torrente, Paul Auster, Héctor Abad Faciolince, Hanif Kureishi y Alberto Fuguet, quienes en sus novelas plasmaron con dolor, alegría y pesar el dominio que sus padres ejercieron en ellos.

Gamboa encontró que “Cartas al padre”, de Kafka, y “El pez en el agua”, de Vargas Llosa, retratan la similitud de la figura vertical paterna en la vida de ambos autores; pero mientras Kafka se somete al autoritarismo, Vargas Llosa se rebela permanentemente, buscando destruir al dictador que existe en cada uno de sus personajes.

En las novelas Patrimonio, del estadunidense Philip Roth, y “Tiempo de vida”, del español Marcos Giralt Torrente, el periodista peruano analiza el tema del adiós de padres enfermos que tienen que enfrentar la tremenda incógnita de su último episodio, y cómo reaccionan sus hijos escritores ante ello.

En el caso de “La invención de la soledad”, del norteamericano Paul Aster, y de “El olvido que seremos”, del colombiano Héctor Abad Faciolince, Jeremías Gamboa señala que se aborda el tema del trauma y la pérdida: se sigue la agonía de sus padres y se despiden de ellos haciendo un balance de lo que han significado en su vida. La muerte, dice el escritor peruano, es en sus obras un hecho traumático que los autores tratan de entender, de curar y de sanar.

Finalmente, en “Mi oído en su corazón”, del británico Hanif Kureishi, y “Missing”, del chileno Alberto Fuguet, se descubre el abandono y la sustitución. En esas obras se encuentra la reconciliación con la imagen de un padre o una figura paterna que no es del todo suficiente. Un padre que no llega a cumplir su rol como tal, pero que el hijo o el sobrino se reconcilia a través de sus escritos.

Como conclusión de su estudio, Jeremías Gamboa dice: “Los escritores se resuelven en ausencia de la figura paterna. Todos ellos han escrito novelas, pero hay un momento en que tienen que escribir un libro de no ficción, porque tengo la impresión —dice— que necesitan sanar, y la sanación se acerca mucho más al registro de la no ficción, y ellos tienen que llamar papá al papá. No pueden inventar un personaje”.

Y aquí entonces, creo, ya el misterio de El veliz de Papá deja de serlo.

Dicen que lo único que los hijos no le perdonan a un padre es que se muera. Tal vez porque al morir un padre —una madre o cualquier otro ser querido y magnificado por la muerte—, se vuelve una referencia que crece hasta que la carcome el olvido. Así, ante la muerte no hay perdón, hay un atrevimiento literario para preservar para siempre el recuerdo.

Y aquí es donde nos topamos de frente con El veliz de Papá, o con Enrique Ramos, que trae en su maleta de sueños un veliz que, supongo, lo carcomió algunos años.

El libro, además, está hecho con una complicidad que no oculta, pues en él hace intervenir a todos sus hermanos y a la descendencia familiar: Enrique tuvo la habilidad de involucrar en este libro literalmente a todo el que se dejó. Y en el tono en que está escrito, difícilmente podían negarse a participar en el génesis y desarrollo de este pequeño veliz de sueños.

Contar una historia se vuelve algo fácil cuando la historia es parte de uno. Escribirla tiene algo más de dificultad. Involucrar a toda una familia es un reto que tiene más de épica que de magia: se requiere muy buena condición para corretear a los que tienen algo que decir, primero, y después hacerlos que digan lo que tienen que decir.

Enrique lo logró en esta pequeña maleta de recuerdos, de añoranzas, de recuerdos chuscos que a más de un lector lo harán soltar la risa espontánea, o al menos esbozar una sonrisa ladeada y socarrona.

¿Hay una pretensión en este libro? Por supuesto, y se  ha logrado: decirse sus cosas. Es decir: contarse en secreto amoroso lo que con valor y algo más se ha hecho publico en este libro: la manifestación del cariño de un hijo huérfano a los 60 que no sabe hacia qué estrella volver la vista para encontrarse con los ojos de su padre.

Eso es algo que muchos de nosotros apenas lo tenemos como semilla de un plan que quizá en el futuro muy muy lejano intentaremos llevar a cabo. Enrique ya lo hizo. Aquí está ese rencuentro con un padre que se fue pero que no se  ha ido. Y que quizá nunca se irá porque este libro es la soga que mantiene al pairo el recuerdo venturoso de Don Beto, como barca sobre el río de la muerte, y el muelle que es no sólo Enrique Ramos sino que al final de cuentas somos todos los que hemos perdido un ser querido, cercano, amado, inolvidable…

No me atrevo a encasillar este libro en un género literario definitivo. Creo que felizmente la literatura va rompiendo con esos esquemas anquilosados y ha permitido que los géneros se hibridicen en nuevas propuestas, al fin que, según mi apreciación, lo que sigue siendo lo más importante es la manera en cómo los autores nos llevan de la mano por las historias y nos clarifican los hechos con palabras sencillas.

El veliz de Papá tiene esa particularidad: es ágil y permite una lectura agradable, nos divierte y nos deja conocer la vida de Heriberto Ramos González —un hombre más en la historia de la humanidad y una humanidad más en la historia del hombre— y las vidas de que se deshilaron

A mí, como seguramente a todos, también me interesa cada vez más la figura del padre, de mi padre o de otros padres, en la literatura. Para entender quién eres, de dónde vienes y cómo puedes llegar a ser cuando ves a tu padre en la vejez.

Hoy yo también, como muchos de ustedes quizá, recuerdo a mi padre, y siento cómo un niño descalzo y en pantalones cortos se sube por las varillas de mi alma, se prende de las ramas de aquel viejo árbol que de seguro se habrá secado ya, y juguetea a la sombra de un hombre que entre sus prolongadas ausencias acostumbraba llevarnos al Río Mayo a pasar los domingos chapoteando en el agua del recuerdo que se ha quedado entrampada en el remoto recodo del pasado, mientras él no nos perdía de vista desde la fosforescente lona amarilla que ponía sobre la hierba de la ribera del río.

Muchos años después, en el silencio de mi padre hecho cenizas escucho los miles de gritos que encendieron nuestros nombres en el atardecer de la infancia en un baldío infestado de quelites silvestres que hacían una fiesta vegetal vestida de verde que te quiero verde lorquiano. Y veo a mi madre, hecha de cenizas, con 50 años menos, preparando un pastel en la calidez tierna de un cuarto grosero disfrazado de cocina. Ahí estaba mi madre y mi padre entonces, igual que ahora, sumidos en sus propias esperanzas, enhebrando los sueños en seis chamacos horribles y con los pelos hirsutos parados y en ¡firmes!, niños que en lo más sofocante de sus pesadillas les gritaban a papá y a mamá para poder dormir en la cama de la felicidad. En la oscuridad, velando el sueño grisáceo de aquellos cochinitos de la ternura, mi madre y mi padre susurraban cosas que nada más ellos sabían.

De pronto, mi infancia da un brinco de 50 años al futuro, y aunque algo me oprime la garganta, un hilillo de voz sale de lo profundo de mi alma para decir así nomás, sin literatura ni nada: “Muchas gracias, papá”. Tarde pero seguro. Como lo ha hecho Enrique Ramos en El veliz de Papá, y muchas gracias por eso, Enrique, gracias por dejarnos ser también un poquito los hijos de Don Beto.

Y hasta aquí quedan estas palabras. Digo: para no llorar.

 

 

Armando Zamora. Periodista, músico, editor y poeta.
Tiene más de 16 libros publicados, 12 de ellos de poesía. Ha obtenido más de 35 premios literarios a nivel local, estatal y nacional. Ha ganado el Premio Estatal de Periodismo en dos ocasiones.  Ha sido becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Sonora (FECAS). Una calle de Hermosillo lleva su nombre.


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