jueves, abril 18, 2024
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Luces y sombras: Como un regalo de dios

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Por: Armando Zamora
Armando ZamoraEl no hace mucho fallecido Eduardo Galeano habló, como muchos escritores lo han hecho, del amor. A propósito de la celebración rojiza del pasado domingo, me vienen a la memoria algunas palabras del uruguayo, quien dijo que el amor es una enfermedad de las más jodidas y contagiosas. A los enfermos, cualquiera nos reconoce. Hondas ojeras delatan que jamás dormimos, despabilados noche tras noche por los abrazos, o por la ausencia de los abrazos, y padecemos fiebres devastadoras y sentimos una irresistible necesidad de decir estupideces.

El amor se puede provocar, dejando caer un puñadito de polvo de quiéreme, como al descuido, en el café o en la sopa o en el trago. Se puede provocar, pero no se puede impedir. No lo impide el agua bendita, ni lo impide el polvo de hostia; tampoco el diente de ajo sirve para nada.

El amor es sordo al Verbo divino y al conjuro de las brujas. No hay decreto del gobierno que pueda con él, ni pócima capaz de evitarlo, aunque las vivanderas pregonen, en los mercados, infalibles brebajes con garantía y todo.

Si los escritores juegan con las palabras para edificar conceptos, los científicos juegan con los conceptos para edificar significados. Digamos que son crueles con eso que los demás mortales llamamos amor, pues lo conceptualizan casi de manera tajante, sin darnos tiempo a rebatir sus estudios con nuestras vagabundas teorías emanadas del corazón.

Por ejemplo, René Drucker Colín ha dicho que el amor es una manifestación periférica del cerebro, en tanto que Herminia Pasantes subrayó que el amor no es asunto del corazón, sino del cerebro, y que tan sólo se requieren de 0.5 segundos para que este órgano segregue dopamina y que uno adopte la personalidad de Bob Rossaquel pelochino artista gringo que daba clases de pintura por televisióny vayamos por el mundo viendo arbolitos felices, nubecitas felices, florecitas felices y demás.

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Pero el amor es el amor. Y aunque uno no sepa exactamente por qué se enamora y de qué o quién, lo que es inevitable es que tarde o temprano —vía dopamina o canción de Juanga— se cae en las redes de ese sentimiento virtuoso, abstracto, subjetivo y filosófico, por si fuera poco. Y así va uno por la vida recolectando amores y guardándolos en los bolsillos del alma.

Uno se enamora de sus semejantes y de las circunstancias, de los recuerdos y de lo que ellos encierran, y uno se enamora también de todo aquello que lo retroalimenta, a veces sin saberlo, y que poco a poco se va amalgamando con todo lo que uno siente y respira y camina y lo anima a ir cada día a descubrir lo maravilloso que tienen los días en una oficina, un laboratorio, un escenario, una vereda y el olor de la hierba recién cortada después de la lluvia del sábado. Y sin saber bien a bien por qué caemos en eso que le dicen amor.

Los expertos mencionan que esta pregunta de ¿por qué nos enamoramos? tiene al menos 2,500 años, pues ya se la hizo Platón y le dio una curiosa respuesta: según Luis González de Alba, Platón pensó que en el principio los humanos éramos redondos, con cuatro brazos, cuatro piernas y dos caras: una para cada lado; algunos eran varones por un lado y hembras por otro, y había quienes eran hombres o mujeres por ambos lados.

Un día la humanidad se sintió muy valiente y quiso subir al Olimpo, morada de los dioses. Zeus decidió destruirla, pero su concilio le planteó un problema: si acabas a los humanos, ¿quién nos ofrecerá sacrificios? Así que Zeus decidió dejarnos con vida, pero castigarnos partiéndonos en dos. De ahí que las mitades vaguen por el mundo buscando su mitad original.

Esto nos conduce al supuesto de que nadie será feliz si no encuentra a su propia mitad. O va construyendo esa otra mitad, de las muchas mitades que permite el amor, porque uno puede amar a su pareja, y en diferente nivel amar a los hijos, a los padres, a una voz radiofónica, a una artista lejana o a su caballo, como muchos vaqueros sonorenses, según se ha atestiguado en la ExpoGan.


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Decía alguien por ahí que el amor son sólo patrañas. Supongo que así le habría ido en la vida. Pobre. Con todo y su patrañez, mencionan los cantautores, el amor es una cosa maravillosa que lleva al individuo (o individua, señalaría Vicente Fox) a acometer empresas que tienen que ver más con la épica que con la costumbre.

Pero, contra lo que presuntamente escribiría Juan Gabriel y cantaría Rocío Dúrcal, “la más mexicana de las españolas”, según las crónicas más mamilas, no existe el llamado amor eterno e inolvidable (tarde o temprano estaré contigo para seguir amándote), sino que ese proceso patrañoso es algo que está en constante relevo, evolucionando de chango a lo que sea, debido a patrones neurológicos que nada tienen que ver con el corazón que se duerme se lo lleva la corriente.

El amor dura como máximo cuatro años y se caracteriza por ser un estado demencial temporal, según han mencionado especialistas de la Universidad Nacional Autónoma de México (o UNAM, para los holgazanes) que analizaron las implicaciones neurológicas de este sentimiento, y señalan que el amor debe distinguirse del apego y el atractivo sexual, porque el enamoramiento activa sustancias químicas en el cerebro que ocupan todas las neuronas y no se puede sino pensar en el ser amado. Eso dicen, pues.

Cuando un individuo (o individua, pues) se enamora, se accionan las zonas que controlan emociones, como el tálamo, la amígdala, el hipotálamo, el hipocampo, el giro singulado y las partes del sistema límbico. O sea: más claro ni el agua del Río Sonora. Pero tope en eso porque este estado físicoquímico también acaba: suele durar un máximo de cuatro años, como ya mencionábamos, o hasta que aparece otro ser que despierta esa pasión romántica, y sólo subsiste el apego o la compañía hacia una persona.

Así, en la medida en que se piensa recurrentemente en la misma persona, la condición sicológica del enamorado puede ser comparable con un estado obsesivo-compulsivo; eso ha llevado a la conclusión de que, al contrario del apego o del deseo sexual,  sólo se puede estar enamorado cachondamente de una persona a la vez, ya que en sus inicios, el amor deviene en una obsesión de tales dimensiones que las personas dejan de ser productivas; de hecho, las grandes obras de arte nunca se crearon cuando los autores estaban apasionados, sino después, en el proceso del desamor. Qué feo.

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Las personas entran y salen de ese estado de enamoramiento porque el cerebro no podría resistir tanto desgaste si se mantuviera así constantemente. Lo asombroso es que el encéfalo se acostumbra a las sustancias liberadas, por lo que, en su caso, está a la espera de que otra persona inicie este proceso. Esto no tiene sustento moral, pero le sucede a todos los humanos; sin embargo, el amor romántico es tan fuerte como el impulso de ingerir alimentos o tener sed, se puede controlar en las primeras etapas, pero una vez activado es imposible detenerlo inmediatamente, aunque sea temporal.

En cambio, el proceso de desenamorarse de una persona se explica así: el cerebro aumenta los niveles de oxitocina, la llamada hormona del apego, incompatible con la pasión romántica, que se convierte en el cariño familiar. Y, como todo, el amor tiene un precio: por principio, se pierde la libertad y también se vuelve dependiente de otra persona; por ello, se debe recordar que el desamor libera.

Con todo y que el amor es un asunto neurológico y que, según los investigadores, dura a lo mucho cuatro años, conseguir que una relación dure ese tiempo no es cosa fácil, según nos lo hicieron saber en la revista Muy Interesante de agosto de 2000. Encima, algunos matemáticos sostienen que poseen la receta para hacer que un relación amorosa dure no sólo cuatro años, sino toda la vida, para que no se agüite Juanga: basta con poner en práctica unas ecuaciones.

¿Qué es amor? ¿Qué factores mantienen unida a la pareja? Hasta recientemente, estas cuestiones caían en los dominios de los filósofos. Hoy también tratan de contestarlas los psicólogos e incluso los matemáticos. Unos y otros aseveran que resulta factible expresar la atracción amorosa y su devenir en ecuaciones.

Desarrollada por Donn Byrne, psicólogo social de la State University de Nueva York, la mencionada ecuación que no despejaremos aquí se trata de una fórmula matemática que permite a cualquiera confirmar si el sentimiento que experimenta por su pareja es auténtico amor. En la fórmula, se expresa la atracción por la pareja, el placer psicológico que causa su compañía, el deseo de intimar con él o ella, el grado de necesidad de ser aceptado por la pareja, y el miedo a ser abandonado por ella. Y a otra cosa, mariposa.

Hay quienes piensan que el amor es un apasionamiento arrebatador todo el tiempo y para siempre. Pero el amor, como todas las actividades y sensaciones humanas, también tiene sus momentos de calma, su suave estar a la orilla del día, respirando apenas, en un semisueño como tela de cebolla que vela las fantasías. El amor es un oleaje que ni se va ni se queda, como un beso que nace en dos, se hace uno y después vuelve a dos; como un abrazo que estrecha cuerpos y ternura en la calidez maravillosa de dos seres que se sumergen uno en el otro hasta fatigarse de felicidad.

Incluso, hay quien no entiende que el amor también permite distancias y tiempos, lagunas enormes y desiertos candentes, ausencias del cuerpo y del alma, viajes remotos que terminan siempre donde comenzaron diez años atrás o diez días o diez horas o diez segundos, sin menoscabo, sin desmoronar el alma en oscuridades infinitas, en pozas de fría negrura apenas soportable, en piedras que endurecen el corazón.

“He amado locamentedijo el poeta, ahora puedo morir en paz: amor es esa estrella que me regalas en tus ojos; amor es mi nombre vestido de tu voz; amor es la caricia que posas en mi hombro cuando me agobia el alma el aleteo de tu corazón”, y después se echó a morir bajo la sombra de una fotografía sepia con un rostro prendido en el recuerdo. El amor permite ese morir mil veces en el día y ese renacer en un beso fugaz en el que esté contenido todo el universo. “He amado locamente”, dijo el poeta, y se bebió la aurora en una caricia total.

El amor es un jirón luminoso conformado por antiguas sonrisas, cuerpos en la noche, besos simples que desarman el rompecabezas del corazón con su aliento de otros tiempos, de otras miradas, de otro río, de otros abrazos que fertilizaron el ambiente con su olor maravilloso del origen de la felicidad. En el silencio quebradizo del amor, que se repite como eco en el alma, volvemos a ser aquellos amorosos canallas que un día nadaron en las acequias rebosantes de ternura, que corrieron detrás de los sueños hasta fatigarse de contento, que se durmieron a la lumbre trémula de la lámpara como faro incierto que nos marcaría las diversas rutas hacia el futuro que nos tomó de la mano, nos llevó por los infinitos caminos de la vida y nos salvó de los mil peligros de la muerte hasta traernos aquí, a la luz melancólica de estos instantes que, como pequeños insectos de la felicidad, nos muestran lo que el amor fue alguna vez y lo que seguirá siendo para siempre en el pasto infinito del silencio.

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El amor es la aventura que se escribe en un diario tachonado de borrones: cada día es un nuevo empezar a escribir la historia, y en cada dolor nuevo, en cada arruga, en cada suspiro que se escapa a los años del ayer queda la promesa simple de reencontrarse en un abrazo silencioso y eléctrico y tibio: “Te he extrañado tanto y tanto tiempo que parece imposible inventar nuevas formas de decir que te quiero”, dijo aquel poeta abrazando el cuerpo dormido del amor. Y luego los recuerdos se deshilan como la nostalgia infinita de las tardes de verano.

Hace un par de días la BBC hizo de dominio público una intensa y cachonda relación, por lo menos, entre Karol Wojtyla (sí: el Papa Juan Pablo II, o San Juan Pablo II, como usted guste) y la señora Anna-Teresa Tymieniecka, una filósofa polaca norteamericana, que se afianzó vía epistolar. En una de las cartas dijo el Wojtyla a la Anna-Teresa: “Buscaba desde el año pasado una respuesta para estas palabras tuyas: ‘te pertenezco’. Y finalmente, antes de dejar Polonia, encontré un camino: un escapulario. (Con él demuestro) la dimensión en la que te acepto y te siento en todo tipo de situaciones, cuando estás cerca y cuando estás lejos”.

En una de estas cartas, añade la BBC, fechada en 1976, él escribe: “Mi querida Teresa, he recibido las tres cartas. Escribes que estás destrozada, pero no puedo encontrar respuesta para esas palabras”. Y la describe como “un regalo de Dios”.

Por supuesto que de inmediato salieron los defensores del papa polaco a echar por tierra la versión del medio británico. Y es que el amor es algo que trastorna hasta al más pintado para guerra.

Yo recuerdo ahora mismo la historia de un amigo a quien el amor le secó el hemisferio izquierdo del cerebro y le infartó la parte de abajo del corazón. Ya sé que no me van a creer, pero se los juro por ésta (dedos en cruz) que lo que les digo es la verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad. Y no hace mucho sucedió.

Le pasó a un vecino del barrio. En Santa Fe. Aunque ya no vive por ahí. Ahora radica un poquito más al poniente. Y ¿saben por qué? Simplemente porque se enamoró. En serio. Se enamoró como adolescente. Con un amor plomeramente silvestre, como debe ser el amor más puro… me imagino.

Y es que el amor es una cosa esplendorosa. Nos levanta por encima de donde nos encontramos. Lo único que necesitamos es amor. Dios es amor, y Rigo no se queda atrás. Que frases tan lindas, y tan ciertas. “¡Es tan hermoso estar enamorado!”, dicen los personajes más cursis de las telenovelas mexicanas. Y también las canciones de Camila, en ese lenguaje cifrado que manejan los artistas. Hasta Lazcano Malo dice de manera directa: “…que el diablo me lo perdone, pero es que tus calzones se han convertido en mi religión porque eres la mujer con la que siempre soñé…”

Alguna vez en nuestra existencia hemos llevado a flor de piel este sentimiento. Algunos a distintos niveles que otros, pero todos hemos amado. Hemos amado a nuestros padres, a nuestros hermanos, nuestros abuelos, parientes; incluso a nuestros maestros, porque dicen los sicólogos que de verdad saben del asunto que todas aquellas personas que se encargan de satisfacer nuestras necesidades primarias despiertan un fuerte sentimiento de aprecio en nosotros. Así que no es raro que uno se enamore hasta de su abuelita.

Aquella famosa frase popular que reza “El amor es ciego” es muy cierta. Puesto que al enamorarnos, muchas veces dejamos de apreciar acciones y actitudes en el ser amado que normalmente serían muy notorias. O sea, ya no nos fijamos si el objeto de nuestras pasiones es malhumorado, egoísta o tiene cierta inclinación hacia la bebida que lo pone como bestia y termina bailando con uno mismo “La playa sola”.

Pero el amor, esa cosa esplendorosa, todo lo puede, dicen los enterados. Y es que cuando uno es herido por las saetas de cupido, no hay nada que valga más que lo que la otredad provoca en uno. Acaso así sea el amor: un camino nebuloso que nos lleva a destinos que tal vez ni dios pensó. Y eso fue lo que le pasó a mi amigo de allá de Santa Fe.

En serio: no me lo van a creer, pero mi ex vecino se enamoró de un tinaco. En serio. Se enamoró como si fuera un rinoceronte de Sumatra. Y es que con aquellos viejos tandeos, el tinaco se ha vuelto un artículo de primera necesidad. Casi casi una obligación que pinta rayas sociales y que separa a los hombres de los niños, para decirlo de un jalón.

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Así que cuando su mujer le ordenó a mi amigo que buscara un tinaco en los catálogos de oferta de una reconocida tienda departamental, al ver el marcado con el número 595784 perdió la razón, al grado tal que aquella obsesión le infundió la serenidad esponjosa de la inapetencia sexual por su esposa, a quien dejó en tal grado de abandono que ella tuvo que buscar consuelo en los brazos del repartidor de Aqua Pura, al que le toca entregar lunes, miércoles y viernes la dotación correspondiente (con su repechadón gratuito, según dice el metiche vecino de enfrente).

La última vez que fui a visitar a mi amigo a la Cruz del Norte tenía en su celda la foto de un Tinaco Rotoplas. En un momento de angustia, me dijo a media voz: “¿Cómo no me iba a enamorar de un tinaco Rotoplas 1100, protegido con plásticos anti-bacterias en el interior, tapa con rosca para sellar 100% y evitar el paso del polvo, y además con los accesorios más finos, como un flotador del número 5, válvula de llenado de 19.05 milímetros, multiconector reforzado, válvula de esfera también de 19.05 milímetros, jarro de aire aprobado por la FDA gringa, plásticos anti-bacterias desarrollados para cuidar la salud de toda la familia, y encima de todo, una hermosa doble capa: la exterior negra impide el paso de la luz solar; la interior blanca facilita su limpieza?”, señaló en ese éxtasis que sólo el amor por un tinaco puede inspirar. Y todo, como dijo mi amigo, gracias al tandeo. ¿Quién iba a pensarlo, eh?

 

Armando Zamora. Periodista, músico, editor y poeta.
Tiene más de 16 libros publicados, 12 de ellos de poesía. Ha obtenido más de 35 premios literarios a nivel local, estatal y nacional. Ha ganado el Premio Estatal de Periodismo en dos ocasiones.  Ha sido becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Sonora (FECAS). Una calle de Hermosillo lleva su nombre.


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