sábado, abril 20, 2024
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Luces y sombras: El futuro y las utopías

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Por: Armando Zamora
Armando ZamoraEl periodista inglés Ben Hammersley es un ferviente seguidor de los avances tecnológicos, aunque no sabe bien a bien hacia dónde nos llevan como humanidad. “Hay muchas tecnologías que ahora no vemos posibles pero que cuando lo sean, cambiarán el ámbito en el que vivimos para siempre”.

Necesitamos, subraya el también explorador y asesor del Ministerio de Asuntos Exteriores de su país y miembro del panel de expertos de la Comisión Europea, conjugar de forma armónica este mundo emergente con las viejas instituciones que hasta ahora han regulado las relaciones sociales. Necesitamos resolver un asunto: evitar que cuando las antiguas instituciones mueran nos arrastren con ellas. Esa es una revolución inevitable que no tiene que ser necesariamente traumática.

Considero que llegado el momento, como seres humanos deberemos reflexionar no sólo en la tecnología, en los nuevos espacios que nos heredará y las visiones ahora inimaginables que tendrán como moneda de uso común los habitantes de un mundo que no necesitarán moverse para tenerlo todo, sino también en lo que como humanos ha quedado atrás, porque hay que reconocer que la tecnología no llenará todos los huecos de la vida: quedará siempre uno que tendrá que ser, por decirlo de una forma usual, de autoservicio y “refill”; es decir, ir hacia ese satisfactor de sensaciones tantas veces como lo necesitemos como persona, como ente vivo, como individuos necesitados del calor que provoca el soliloquio de Segismundo en La vida es sueño; o el colorido big bang de “Los girasoles”, de Van Gogh, o de la dulce angustia que nos incita el Adagietto de la Quinta Sinfonía de Mahler.

Porque cuando el futuro que sueña Hammersley nos alcance, no todo será tecnología: el carácter humano del ser no se perderá: seguiremos siendo ambiciosos en el mejor y el peor sentido del término, además de falibles y, por lo tanto, perfectibles; seguiremos siendo como especie los primeros y los últimos en el planeta, animales en permanente evolución, pues entre el ser más rico del mundo y el más pobre del orbe no habrá más distancia que la que el dinero imponga, no la raza ni la religión ni la inteligencia ni el origen evolutivo.

En los párrafos siguientes me permitiré reproducir algunas ideas planteadas por la maestra Josefina de Ávila Cervantes sobre el ser y sobre el ser humano en el libro La literatura como ciencia social. Aportaciones a la etología humana, publicado por la Universidad de Sonora en 1993.

Todo lo nuevo despierta dudas, incomprensiones y desgraciadamente hasta ataques, señala De Ávila Cervantes. Cuando lo que se presenta es aceptado por todos, no es nuevo. Estamos habituados a creer que si no comprendemos algo de inmediato somos tontos y para no serlo reducimos a lo viejo lo que acabamos de escuchar. Esta es la verdadera tontería. Quien está dispuesto a comprender, a conocer, a escuchar, lee de nuevo, ve lo que le proponen. Los hechos —no las ideas propias ni las ajenas— son los que desmienten o corroboran… si sabemos verlos con todo nuestro ser, no sólo con la cabeza.

Es necesario ver y vivir la realidad espaciotemporal con todo nuestro ser, y esto es campo de la etología, que es una ciencia moderna que estudia el comportamiento humano, visto el hombre como una especie biológica y comprendidos en su hábitat, su especificidad y sus relaciones en todas direcciones, y no desde alguna de sus partes.

Las especialidades han ido delimitando sus respectivos campos, tanto que no existe más que la etología para estudiar al ser humano en su unidad intrínseca. Tal divisionismo en el campo del conocimiento de lo humano ha permitido ampliar y profundizar el conocimiento de la parte en detrimento del conocimiento del todo. Y jamás la suma de las partes dará el todo en el campo de lo humano.

La profesora De Ávila invita a reflexionar en la distancia que existe entre los especialistas y la inmensa mayoría de la humanidad y cómo asume o ignora ésta los avances de tipo científico y artístico. El elitismo cultural, subraya, no pasaría de ser una casta más en nuestras sociedades si no se convirtiera en un poder que, nos guste o no, ha ayudado a quienes controlan el orden mundial. No son pocos los científicos que actualmente señalan que la ciencia no puede evitar los daños provocados por una tecnología que ha rebasado los controles de sus inventores, problema que Mary Shelley vio con toda claridad al escribir, desde el siglo pasado, su Frankenstein.

Seguimos adelante, sin embargo. Se sigue hablando de democracia y progreso, y simultáneamente de evitar los daños a la ecología terrestre. Con todo, los profesionales y especialistas del mundo entero hemos descubierto que somos nosotros los seres humanos, y solamente nosotros, quienes hemos hecho del planeta lo que es: un lugar a punto de ser inhabitable. Dicho de otro modo: la democracia y el progreso están provocando el daño ecológico; para evitar éste tendríamos que admitir que aquéllos no funcionan bien.

¿A cuáles dioses culpar? ¿A cuáles invocar para que deshagan lo que nosotros con paciencia de siglos hemos hecho mal? Tenemos que plantearnos en qué punto estamos y si queremos rectificar en lo posible nuestros errores, o si queremos continuar con sentimientos mágicos, negándonos a ver que somos seres humanos —ni superhombres ni dioses ni siquiera sabios— y que, a pesar de una tecnología que nos ha permitido fotografiar Plutón, y de una mente extraordinaria para abstraer los misterios del macrocosmos y del microcosmos, hemos sido incapaces de mejorar el nivel cósmico: el nuestro. Vivimos en contradicción permanente con nosotros mismos y unos contra otros, justificándonos y acusando a los demás y haciendo cada vez más irrespirable el ambiente para los que nos siguen.

El fracaso inocultable de las llamadas morales religiosas de todo el planeta; la inoperancia de filosofías que justifican lo que sucede en lugar de mejorarlo; la inutilidad de los revisionismos y reformismos políticos; la errada dirección de la ciencia y la tecnología puestas al servicio de los poderosos; lo vano de las quejas y de las denuncias de los humanistas y lo vacuo de su propio trabajo, hacen evidente que la crisis por la que atravesamos es de la especie humano, no de determinadas culturas ni mucho menos de sistemas políticos o de ideologías. Es más grave que todo esto. Dicha crisis nos obliga a admitir que desconocemos los alcances del poder de nuestro cerebro; que nuestro ser dividido —en cuerpo y alma, y ésta en inteligencia, voluntad y sentimiento— ha provocado una cultura que se ha vuelto contra nosotros mismos y ha evitado que nos veamos desde nuestra unidad interior como una especie biológica más, con sus especificidades propias y no sólo la de pensar, como se ha planteado hasta ahora.

En La literatura como ciencia social. Aportaciones a la etología humana, Josefina de Ávila propone que como seres humanos debemos tener una visión del mundo —frase que repiten los literatos sin detenerse gran cosa en ello—; es decir, tomar conciencia política, aunque, advierte la profesora, “para tomar partido lo que menos se necesita es reflexionar; basta con tener ganas de combatir con los demás”.

Como especie humana, creamos imágenes sobre la realidad y creemos más en ellas que en los hechos. A raíz de la Segunda Guerra Mundial, algunos autores franceses —entre ellos Anouilh— se burlaron de los ideales de los griegos al sentirlos vigentes en las universidades. ¿Por qué reírnos de los griegos, que vivieron lo que su época les proponía, y no de nosotros mismos por seguir pensando y viviendo como ellos? Ya Marx había hablado del poder del sistema capitalista y había propuesto el comunista, que quedó en socialista, como la solución de los problemas. 150 años de luchas y muertes pusieron en evidencia que no basta con cambiar de ideas ni de sistemas, que éstos son producto de los hombres y que, por lo tanto, no son las teorías las que fracasan; simplemente son acertadas o no.

Quienes fracasamos somos los seres humanos al no dar con la raíz del problema, al ser la fábrica misma de los problemas, Al seguir manteniendo el mundo dividido. Desde luego, podemos seguir divididos y peleando unos contra otros sin aclarar nunca nada. Es nuestra máxima libertad, lo comprendamos o no, asegura De Ávila Cervantes. Porque es muy fácil hablar de valores, lo verdaderamente difícil es tener principios. Y si no tenemos principios, los valores —que al fin y al cabo son convencionalismos— nos seguirán dividiendo.

Por ello, el mundo que imagina Ben Hammersley, en el que las tecnologías cambiarán el ámbito en el que vivimos para siempre, seguirá siendo, en esencia, el mismo que ha sido desde hace miles de años: un mundo dividido porque finalmente habrá quienes gocen de los avances tecnológicos que ahora mismo no podemos ni siquiera imaginar. Y habrá quienes no tendrán acceso a ellas.

 

Armando Zamora. Periodista, músico, editor y poeta.
Tiene más de 16 libros publicados, 12 de ellos de poesía. Ha obtenido más de 35 premios literarios a nivel local, estatal y nacional. Ha ganado el Premio Estatal de Periodismo en dos ocasiones.  Ha sido becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Sonora (FECAS). Una calle de Hermosillo lleva su nombre.


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