jueves, abril 18, 2024
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Huesos sobre huesos

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Carlos René Padilla
Pienso que si esta noche los muertos del viejo cementerio de Álamos deciden levantarse como extras de una película de George Romero será muy difícil huir entre el camino de tumbas mal trazado. Así que me resigno y continuó el recorrido por el camposanto de la llamada Ciudad de los Portales.

Minutos antes para poder ingresar al panteón, tuve que rodear la barda descarapelada en busca de una entrada, porque aunque me dijeron que el velador estaría esperando, no estaba. Una cadena mal puesta me da el acceso que busco, pero justo antes de introducirme furtivamente, un convoy de militares de la Guardia Nacional se detiene frente a mí. Me cuestiona a donde voy. Pienso en decirles que ya es muy tarde para andar fuera de mi ataúd y que ya es hora de irme a dormir, pero me detengo, no vaya hacer que no traigan humor para bromas. Entiendo su pregunta. Desde hace años, el panteón pertenece cerrado y vigilado durante el Festival Alfonso Ortiz Tirado debido a que durante algún tiempo fue utilizado por los jóvenes visitantes de la ciudad para quedarse a dormir cuando no tenían ningún lugar donde hacerlo. A mi inclusive, muchos años atrás, me tocó sentarme en alguna de las tumbas a tomar una cerveza mientras empezaba el concierto de los grupos de rock que visitaban el festival y que justo lo hacían en la Casa de las Delicias, enfrente del panteón y morada de la Dama de Blanco, otra de las leyendas de fantasmas más sonadas de Álamos.

Le notifiqué al uniformado que solo daría un recorrido y que ya tenía permiso. No averiguó mucho y me dejo en paz. Empecé a deambular. Lo primero que llamó mi atención el mausoleo de más de cuatro metros de alto que alberga los restos de Bartolome R. Salido, uno de los benefactores de la ciudad, rodeado de criptas de un metro de altura debido a una vieja costumbre de enterrarlos uno encima de otros. El aire empieza a golpear las hojas de las grandes palmeras plantadas entre los recovecos del panteón. Los faroles que han puesto en algunas partes le roban oscuridad al camposanto, pero también crean sombras extrañas.



Al voltear me encuentro a un perro mestizo con el pelambre negro como chapopote, sentado en sus cuartos traseros. No me asusto, simplemente evoco a Mariana Enríquez y su libro “Alguien camina sobre tu tumba”. Una serie de crónicas que la escritora argentina realiza sobre los diversos cementerios que ha visitado, un gusto que cumple en la mayoría de las ciudades que la invitan. Durante su visita a un cementerio de Guadalajara, aquí en México, un perro negro, animales a los que le tiene fobia, por cierto, no dejó de gruñirle y pasearse sobre las tumbas. Mi aparición no me enseña los dientes. Ni siquiera me ladra. Eso sí, va a acostarse sobre un sepulcro sin placa que identifique a su morador como si fuera una confortable cama de un lujoso hotel.

Giro mi cabeza a varios lados en busca del dueño. Porque espero que lo tenga, si no empezaré a creer que en vez de un can es un nagual. Al minuto aparece un hombre. Me ve con cara seria. Espero a que se presente y no se desvanezca. Sucede lo primero. Se llama Fernando Vega. El peludo compañero es Dexter. Sí, como el sicópata policía de la serie televisiva norteamericana. Lleva 25 años trabajando de velador, me cuenta Fernando. Aunque es albañil de día, y en varias ocasiones le ha tocado hacerla de sepulturero, afirma que no le gusta. Te roban mucha energía. La gente llora, no permite que le pongas la loza de cemento, te piden que lo dejes más tiempo ahí, reconoce y mueve la cabeza de un lado a otro apesadumbrado. ¿Espantos?, no, mejor pido que se me aparezca Diosito o un ángel, ¿muertos para qué? Se carcajea. Aunque una vez durante un recorrido por la noche descubrió vio lo que parecía un hombre encorvado e inmóvil en medio del panteón. Se fue acercando poco a poco. No pudo negar que suspiró aliviado cuando descubrió que era solo un árbol plantado en una maceta por unos visitantes durante esa tarde.

Fernando cree que está curado de sustos porque antes, cuando estaba más chamaco y el pueblo no era lo que es ahora, es decir, más alumbrado, ahí si daba miedo. Recuerda que las puertas chocaban, cuando llovía los truenos caían bien feo, las covachas sí eran tétricas y en los callejones serpenteaban las penumbras, dice mientras nos encaminamos a la salida después de deambular juntos por más de una hora. La reja suelta un chillido semejante a un grito lastimero cuando la empuja. Puede volver cuando quiera, me despide Fernando a un lado de Dexter. Espero que sea en mucho tiempo, le contesto mientras estrecho su mano fría.



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